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El objetivo afilado de Joan Fontcuberta

Vanessa Montero
Javier Rodríguez Marcos

JOAN Fontcuberta cuenta que le debe la vida a la fotografía. No lo dice porque en 2013 ganara el Premio Hasselblad, considerado el Nobel de la disciplina, ni porque dos años antes obtuviera el Nacional de Ensayo, generalmente destinado a filósofos y sociólogos, por La cámara de Pandora (Gustavo Gili). Lo dice porque su madre conoció a su padre a distancia pero a través de un retrato que este le mandó mientras hacía la mili. Aquello fue en 1940, Fontcuberta nació en Barcelona en 1955 y 2016 es para él lo más parecido a un año inagotable. Con exposiciones en París, Madrid, Pamplona y Valencia, y en breve un nuevo libro, La furia de las imágenes (Galaxia Gutenberg), en el que analiza la mutaciones producidas por la revolución digital en algo que, según él, ya no puede llamarse fotografía, sino posfotografía. En su estudio de La Fábrica de Creación Roca Umbert, una antigua factoría textil en Granollers, habla rodeado de cajas con los títulos de sus proyectos, trabajos entre la realidad y la ficción en los que lo mismo se inventa animales que relata el supuesto viaje espacial de un astronauta –sospechosamente parecido a él– cuya peripecia habría sido borrada de los libros de historia. Apoyada en la estantería, su obra más reciente: un pesado mosaico de mármol que reproduce la foto de Juan Carlos I en Botsuana, a la que se ha añadido asomando detrás de un árbol la figura del Pequeño Nicolás.

Ha expuesto en los museos más importantes y tiene los premios de fotografía más prestigiosos del mundo; sin embargo, predijo que la idea de colocar una cámara en un teléfono móvil sería un fracaso. Fue a mitad de los años noventa. Telefónica encargó un estudio sobre la viabilidad de incorporar cámaras en los teléfonos. Había experiencias en EE UU y Japón, pero a nadie se le había ocurrido lanzarlo del todo. Pidieron varias opiniones y a mí me pareció una solemne tontería y un suicidio comercial. Tal vez, lo digo como mínima defensa, porque a los profesionales no se nos ocurriría usar algo así. Luego, en 2000, Sharp lanzó en Japón el primer móvil con cámara y quedé fatal como profeta.

¿Hace fotos con el móvil? Como todo el mundo. Para tomar notas, en situaciones familiares o porque no llevo a mano una cámara buena. Aunque los móviles inteligentes dan una calidad comparable a las cámaras profesionales de hace 10 años. Podríamos trabajar con ellos.

Su error de predicción no impidió que le dieran el Premio Hasselblad [se ríe]. Dicen que es el Nobel de la fotografía. ¿Exageran? Bueno, lo ha tenido gente como Cartier-Bresson o Richard Avedon. Por eso cuando me llamaron pensé que era una coña marinera.

¿Desconfió? Tanto que dije que la llamada se oía mal y pedí que me mandaran un e-mail. Quería ganar tiempo. Suele darse a autores a punto de morir y yo no estaba tan agónico.

Joan Fontcuberta, en su estudio, situado en una antigua fábrica textil de Granollers (Barcelona).

¿También le sorprendió el Premio Nacional de Ensayo? Me hizo ilusión, claro, pero no me considero ensayista. Soy un amateur. Escribo sobre las cosas de las que se ocupa también mi trabajo como artista.

Que no es fotografía tradicional. Ha sido muy importante que mi formación no estuviera conectada a las artes visuales ni a la historia del arte, sino a la publicidad y al periodismo. Yo estudié Ciencias de la Información. Mis herramientas eran la semiótica, la teoría de la información… No me interesaba la estética, sino analizar la comunicación in extenso.

¿Por qué eligió la fotografía? Era un medio que tenía carisma, prestigio, cierta autoridad. Su papel como documento no estaba tan cuestionado como hoy. Sabía que la imagen es una construcción y que varios fotógrafos frente a la misma realidad ven cosas distintas. Me parecía la mejor herramienta para demostrar las trampas del mundo de la comunicación, de la seducción social. Además, la madurez me llegó en el clima político del tardofranquismo. Pero fue paulatino, no hubo un momento epifánico.

Pero sí hubo un momento digamos dramático. El mismo compañero de clase que le enseñó a revelar le enseñó a construir un cohete que le estalló en las manos y se llevó por delante varias falanges de la mano izquierda. Era Jordi Giralt. Ahora es médico. Éramos muy amigos y él era un manitas de la química. Revelábamos fotos, pero también hacíamos submarinos, torpedos, cohetes. Inventó una fórmula muy explosiva, efectivamente. Yo debía tener 13 o 14 años y aquello tuvo muchas repercusiones en mi adolescencia.

¿De qué tipo? Pues de cara a la relación con mis compañeros, con las chicas. Me hizo un poco retraído. Siempre he sido un poco tímido, diría que a resultas de mi complejo de anormalidad. Tuvo repercusiones en mi trabajo porque al principio quería ser fotoperiodista, pero me di cuenta de que mi minusvalía me imposibilitaba para un trabajo donde la rapidez es fundamental. Luego leí un texto de Jeff Wall que decía que para hacer buenas fotos tenías que trabajar o muy deprisa o muy despacio. Me dije: ya que no puedo trabajar deprisa, voy a trabajar despacio; ya que no puedo aprovechar la intuición y la agilidad, voy a trabajar concienzudamente, de forma más conceptual. Pero antes trabajé en publicidad.

¿Profesionalmente? Sí, de los 18 a los 21 años. En una agencia que fundaron mi padre y mi tío. Fue una escuela magnífica. Empecé bregándome con la redacción de los anuncios, luego fui productor y al final creativo.

¿Recuerda alguna campaña suya? Muchas, para Bimbo, para Solís. Para Agfa, que iba a lanzar una cámara de fotos nueva, propuse un lema que me gustaba mucho: “Levántate y Agfa”. El cliente me lo tiró a la cabeza. La agencia fue una escuela estupenda porque trabaja con una creatividad que aplica técnicas y recursos. No se trata de ser un genio y parir ideas. Como artista, volqué todo lo que había aprendido en la publicidad. Pero para dar la vuelta a sus mecanismos.

Dice que eligió la fotografía por el prestigio que tenía. ¿Ya no lo tiene? Se han producido cambios tecnológicos tan radicales que han cuestionado dos atributos tradicionales de la fotografía y de la cultura: la verdad y la memoria.

¿Por qué? En los años noventa, la proliferación de los escáneres, de las cámaras digitales y de los programas de tratamiento electrónico de la imagen con Photoshop a la cabeza permitió que la manipulación, que era facultad de artistas y profesionales, llegase a todos los ámbitos, hasta el punto de que es ya un hobby. Con todo aquello quedó en entredicho la idea de que la foto es un producto objetivo, una transposición literal de la realidad sin intervención.

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Nos hemos vuelto desconfiados. Siempre se habla de la ética de la fotografía, pero eso no existe, existe la ética del fotógrafo. No obstante, el cambio no se produce solo por la tecnología. La conciencia crítica ha sido progresiva. Hay una madurez en la lectura de la imagen que cada vez nos ha hecho más críticos. La tecnología digital ha sido el tiro de gracia. La fotografía, como toda construcción humana, es una interpretación de la realidad, no un reflejo objetivo.

Casi toda su obra gira en torno a eso. ¿No aprendemos? Hay un mecanismo psicológico espontáneo: es más cómoda la credulidad que el escepticismo. Cuando uno tiene que contestar a un interlocutor diciéndole que no se cree lo que le cuenta, eso supone cierta confrontación y requiere un esfuerzo emocional que la pura pasividad no necesita. Mis trabajos funcionan como vacunas. Son ficciones debilitadas y que producen anticuerpos frente a ficciones más peligrosas.

¿No corremos el riesgo de convertirnos en una sociedad cínica? Hay que correrlo. Me parece más importante que la sociedad no sea ingenua, que esté atenta a la información que recibe, que no se crea a pie juntillas todo lo que se le da.

En sus proyectos ha sido cosmonauta apócrifo, monje apócrifo, Bin Laden apócrifo, ha hecho picassos apócrifos… ¿Nunca ha tenido problemas con los originales? Un director de un museo dijo de una exposición mía que era una charlotada. Lo tomé como un elogio porque para mí Charlot es un personaje muy serio. No trabajo para burlarme del lector, sino para ponerlo a prueba y hacer una cierta pedagogía de la duda. Cuando hice la serie de las fotos que hubiera hecho Picasso si hubiera hecho fotos, mi galerista de Nueva York, que conocía a Claude Picasso, lo invitó. Él envió primero una nota diciendo que enhorabuena y que tuviéramos mucho éxito. Y luego un telegrama diciendo que estaba harto de artistas jóvenes sin talento que tenían que copiar a los maestros. Entre los dos mensajes había hablado con la directora del Museo Picasso de París, que consideraba aquello pernicioso para el legado, es decir, para el mercado.

¿Y si apareciera un fontcuberta apócrifo? Ha aparecido y a mí me complace. A veces incluso me han atribuido situaciones de ficción que no había creado yo y no lo he negado. Hay gente que trabaja para mí y lo hace estupendamente.

A la crisis de la verdad en la fotografía usted asocia la de la memoria. ¿En qué consiste? Nunca hasta ahora había habido tantas imágenes. Hay quien compara la revolución digital con la instalación de agua corriente en las casas. Hoy tenemos un grifo de imágenes. La fotografía se ha masificado y banalizado. Somos al mismo tiempo productores y consumidores. El valor carismágico de la imagen se ha perdido porque se ha secularizado. Las imágenes ya no tienen un mandato de memoria, sino de comunicación. Con la fotografía digital –la posfotografía– las fotos ya no sirven para recordar, sino para contar; no son un pasado que se guarda para el futuro, sino puro presente. Son como palabras en una conversación. Nos mandamos imágenes como nos mandamos mensajes. Las fotos ya no se toman para durar.

¿Estamos tan pendientes de la foto que no vemos lo que fotografiamos? Efectivamente. Vivimos o percibimos a través de las pantallas, que, como las sombras de Platón, son ahora nuestro acceso a la realidad. La media de edad para tener un móvil es de 10 años. Las imágenes ya no representan el mundo, sino que constituyen una parte fundamental de él.

¿Eso es bueno o malo? Eso es. Que sea bueno o malo dependerá de cómo evolucione la sociedad. Después del fiasco del móvil con cámara no me atrevo a hacer predicciones. No soy nativo digital y veo la imagen como algo ilusorio muy útil para comunicarnos. Pero hay que ser conscientes de que se trata de un puente entre nosotros y la realidad, no de la realidad misma. Tal vez para los jóvenes sea diferente.

¿Lo es para su hija? Sí, pero también era diferente para mi padre. La relación de cada generación con la imagen es un buen baremo para entender los cambios históricos. La de mi padre con la fotografía era de absoluto respeto, casi veneración, por un objeto suntuario, costoso. Mi generación ha puesto en duda ese estatus y la de mi hija de 27 años asimila la imagen no ya como un hecho de alta cultura, sino como algo cotidiano, de uso espontáneo. Y tienen una relación muy distinta con la intimidad. Renuncian a ella –o ceden una parte– por un rato de diversión. Nosotros también. Somos capaces de velar por nuestras contraseñas y en cambio colgamos alegremente en las redes sociales imágenes que dan mucha información sobre nosotros. La masificación de la imagen ilustra los cambios que se están dando en las ideas de propiedad y privacidad. Por un lado, compartir es más importante que poseer. Eso puede ser una lección. Por otro, para los adolescentes lo privado se está convirtiendo casi en una reliquia. Para ellos la idea de intimidad no se reduce a lo personal, sino que incluye a grupos enteros.

Estamos saturados de imágenes, pero la foto de un niño sirio ahogado lo revuelve todo. La saturación tiende a inmunizarnos ante el drama y la obscenidad, pero siempre hay una imagen excepcional, singular por ella misma o por su oportunidad. Por desgracia, fotos como esa había muchas aquellos días. Alcanza esa notoriedad porque los políticos europeos estaban enredados discutiendo. De repente esa foto fue la espoleta que hace estallar la conciencia colectiva.

Ante esa saturación, ¿para qué hacer una foto más? La artista Penelope Umbrico quiso hacer una foto de una puesta de sol, pero antes escribió “puesta de sol” en Flickr y le salieron medio millón de imágenes. Hace 10 años. Un año después eran tres millones. El año pasado, 12 millones. Da la sensación de que todo ha sido fotografiado, pero hoy la experiencia de la imagen es más importante que la imagen misma. No hacemos una foto por la foto, sino para dar importancia a lo que vemos o para decir que nos estamos divirtiendo.

¿Qué foto le queda por hacer? Me propusieron ir al Polo Norte en una expedición de seis científicos y seis artistas y me encantó. A lo mejor lo que hice no dejan de ser paisajes triviales que no usaré nunca, pero la curiosidad me puede. El día se me hace corto. Y la vida también.

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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