Europa, los refugiados y la novela
SE diga lo que se diga, hay muchísimas razones para acoger con la máxima generosidad posible a los centenares de miles de personas que, desde el estallido de la crisis de los refugiados en verano de 2015, buscan asilo en Europa. No se trata de emigrantes: se trata de fugitivos que huyen de una muerte violenta. No lo digo yo: lo dicen desde hace meses quienes más saben; lo sabe cualquiera que no esté ciego y sordo.
La primera razón para acoger a estos desesperados (y la más importante) es de orden moral: es totalmente abyecto tener a miles y miles de personas, incluidos ancianos, mujeres y niños, agonizando de hambre, de frío y de enfermedades en nuestras fronteras; y no hay forma humana de justificar que, como ocurrió el año pasado, más de tres mil personas mueran intentando cruzar el Mediterráneo. Permitir este apocalipsis diario equivale a hundirse en la ignominia y a tirar a la basura la mismísima razón de ser de Europa. La segunda razón es legal: lo que está ocurriendo desde hace casi un año viola de manera flagrante no sólo la Declaración de Derechos Humanos de 1948, sino la Convención de los Refugiados de 1951 y la Convención Europea de Derechos Humanos de 1953; negándonos a conceder a esta gente el derecho a tener derechos estamos colocándonos, simplemente, fuera de la ley. La tercera razón es política: es evidente que el Estado Islámico está encantado con nuestra política de asilo, porque constituye para él una confirmación de que la libertad, la igualdad y la fraternidad de la retórica occidental es sólo eso, retórica, cáscara vacía, un mero instrumento para seguir oprimiendo a los musulmanes de todo el mundo; y la peor política que puedes hacer es la que tu enemigo quiere que hagas. La cuarta razón es económica: algunos economistas relevantes –desde Thomas Piketty hasta Jens Weidmann, presidente del Bundesbank– nos advierten que necesitamos a los refugiados casi tanto como los refugiados nos necesitan a nosotros; el motivo es que, como ha escrito hace poco Guillermo de la Dehesa, en países como los nuestros, envejecidos y con bajísimas tasas de natalidad, los refugiados serán quienes paguen nuestras pensiones. Hay muchos más motivos para acoger a los refugiados (sin contar el mero sentido común: no se puede poner puertas al campo). Ahora bien, se dirá, ¿no peligra la identidad de Europa si accedemos a acoger esa muchedumbre de perseguidos? ¿No corremos el riesgo de que nuestros valores de libertad política, tolerancia religiosa e igualdad ante la ley se disuelvan entre personas que no los conocen y llegan a Europa con valores distintos, si no opuestos? ¿No puede Europa morir a manos de lo que no es Europa? La respuesta es evidente: no; sobre todo si Europa entiende de una vez que su mejor destino consiste en imitar a una de sus invenciones más valiosas, tan necesaria para la modernidad como la ciencia. Me refiero a la novela. Ésta fue acuñada por Cervantes como un género de géneros, como un artefacto mestizo, esencialmente versátil, casi infinitamente maleable, como una especie de monstruo mutante y omnívoro que se alimenta de cuanto halla a su alrededor y que, a medida que lo hace, se metamorfosea sin dejar nunca de ser él mismo; así se explica la historia de la novela, que aprendió con Cervantes a asimilar los demás géneros novelescos, con Balzac a asimilar la historia, con Flaubert la poesía, con Mann, Broch y Musil el ensayo y la filosofía, y que de un tiempo a esta parte está aprendiendo a asimilar el periodismo. Ese apetito insaciable, esa capacidad para ser siempre distinta siendo siempre la misma es la garantía de la perdurable vitalidad de la novela.
También de la de Europa. Ésta sólo puede construirse en el futuro como se construyó en el pasado: asimilando lo que no es Europa, apropiándose creativamente otras culturas, otras formas de vida y otros valores, convirtiéndolos en europeos y demostrando así que es capaz de erigir una sociedad más libre, más próspera y más pacífica que cualquier otra, una sociedad en la que todos aspiren a vivir y a la que todos quieran parecerse. La identidad de la novela consiste, como la de Europa, en su capacidad para asumir otras identidades sin dejar de ser ella misma. Ahí radica su fuerza y su futuro. Ahí radica también la fuerza y el futuro de Europa.
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