En el día del libro
La cultura libresca ha empezado a decaer hasta el punto de que se considera algo tan anticuado como las hombreras o las gafas de pasta
El día 23 de abril es el Día Internacional del Libro. En fecha tan señalada, suelen ser muchos los que canten las alabanzas de los libros, en el sentido de que sin ellos no sería posible ni la libertad ni la igualdad ni siquiera la solidaridad entre las personas. Pero los que hemos crecido entre libros y nos hemos dedicado profesionalmente a los mismos, en mi caso como editor durante muchos años y también autor de unos cuantos, contemplamos estos fastos con resignación y, también, con un profundo escepticismo.
Estamos viviendo un momento de cambio en el mundo del libro, con el declive de la escritura de originales (dado que los autores cada vez cobran menos derechos o directamente ninguno), la caída en picado de la edición en papel debido a cambios en los hábitos de compra y a la competencia de otros soportes, y el hecho de que la edición digital no termina de despegar. En este lapso de tiempo, la cultura libresca ha empezado a decaer hasta el punto de que ya no hay best-sellers como en los ochenta del siglo pasado, y tampoco se considera prestigioso comprar y leer libros, sino algo tan anticuado como las hombreras o las gafas de pasta.
Para un historiador, lo que estamos viviendo es un reflejo de dos momentos del pasado en los que, directamente, se perdió el 99% de la cultura escrita anterior. Esos momentos fueron el paso del rollo de papiro al códice de pergamino, y la transcripción de los libros en mayúscula (que ocupaba mucho espacio) a minúscula (más comprimida y “barata”). Esos dos momentos coinciden, grosso modo, con la época que media entre los siglos II y X. Ni que decir tiene que quienes decidieron qué libros debían ser transcritos a un códice de pergamino (mucho más caro que el humilde papiro) y, después, de ese códice en mayúscula a otro códice en minúscula, fueron los culpables de que gran parte de la cultura antigua y altomedieval se perdiera inexorablemente, pues los soportes anteriores fueron destruidos o, como mucho, amontonados en un trastero y sujetos a las inclemencias del tiempo, al pasto de los incendios y guerras, y a la atención de ratas y polillas. En este sentido, resulta revelador que, de las 280 lecturas que reseñó Focio en el siglo IX en su obra Biblioteca o Myriobiblion, 211 no se conservan hoy día, como señaló en su día Warren Treatgold.
Solo espero que este siglo XXI no vea también cómo unos “prescriptores culturales» (con intereses en la digitalización y venta de dispositivos de lectura) decidan qué libros, autores y obras deben ser digitalizados o pasados a soportes más ecológicos, y que decidan también que se destruyan los ejemplares en papel debido al coste que supone almacenarlos. El hecho de que se conserven ejemplares en papel en bibliotecas y otros lugares no es garantía de supervivencia de la cultura, como lo demuestra el incendio de grandes bibliotecas del pasado y del presente (recuerdo la de Sarajevo).
Yo, por si acaso, sigo leyendo en papel y manteniendo viva mi biblioteca personal. Lo que hagan mis herederos con ella cuando muera será, finalmente, lo que marque el signo de los tiempos.
Juan Luis Posadas es exeditor de libros y profesor de la Universidad Nebrija
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