Una guerra del siglo XXI
Con ritos iniciáticos que incluyen el asesinato, las maras quieren suplantar a la familia y al Estado
Ninguna conversación pasa de tres minutos en San Salvador sin que vaya a parar al tema de las maras, y nadie, al final de las múltiples vueltas y revueltas que se da al tema, se atreve decir que la paz llegará a corto plazo. Porque esta es una guerra distinta en su naturaleza a la que el país vivió en los años ochenta, pero una guerra al fin y al cabo, que si tiene por teatro los barrios, amenaza con extenderse a las áreas rurales; una guerra singular, porque los estados mayores de las bandas dirigen las operaciones desde las cárceles, en guerra entre ellas, y en guerra con el Estado.
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Pero, además, ambos conflictos comparten un mismo escenario, el de la pobreza y la desigualdad, que la guerrilla del FMLN enarboló como bandera política para reclamar un orden social y económico distinto, y que nadie deja de reconocer ahora como el caldo de cultivo permanente en el que las pandillas crecen y se reproducen. Los gobiernos de ARENA ensayaron la mano dura contra ellas; el FMLN, fuera de la mano dura, no parece tener otras respuestas.
Las maras se envuelven en el hálito de una causa heroica, y se adornan de símbolos que otorgan poder y prestigio. Sustituyen a la familia, y buscan también sustituir al Estado al ejercer el control de territorios, cobrar impuestos, imponer su fuerza y asumir un lenguaje que termina siendo político y que se acerca a la fraseología revolucionaria.
Los ritos de iniciación incluyen el asesinato. Matar a cualquiera. Y los tatuajes son la señal de identidad por excelencia. Como en el cuento El hombre ilustrado de Ray Bradbury, cada una de las figuras en la piel cuenta su propia historia, tiene su propia vida.
Los tatuajes son la señal de identidad por excelencia. En 2015 hubo 6.640 homicidios
En Medellín, en los años más álgidos de la violencia, se podía escuchar las balaceras que estallaban en los cerros, donde se libraba la lucha por el control de los barrios marginales. En San Salvador, como si se tratara de dos ciudades superpuestas, en las áreas seguras no se oyen sonar los tiros, como si ese otro mundo de la violencia sólo existiera en las crónicas policiales y en los noticieros de televisión.
Quienes viven en el mundo normal son advertidos de la existencia del otro, donde el año 2015 se cerró con 6.640 homicidios, cuando las pandillas deciden desplegar su poder, como ocurrió en julio de ese mismo año al ser decretado por sus jefes un paro de transporte que se cumplió sobre todo por miedo de los dueños de las unidades a ser asesinados, o que sus vehículos fueran destruidos. Los transportistas pagaron en 2014 unos 30 millones de dólares a los pandilleros, como compra de protección.
Un microbús puede ser incendiado con todos sus pasajeros adentro, o ametrallado. Las pandillas obtienen sus recursos económicos de la extorsión, de la que también son víctimas colegios, salas de billar, farmacias, cantinas y puestos de pupusas, el más popular de los platos salvadoreños.
Un experto en asuntos de seguridad con el que converso antes de regresar a Managua, me dice que el número de mareros se acerca a 40.000. Pero hay cerca de medio millón de personas que forman parte de sus estructuras o viven bajo su influencia directa. Y es en base al dinero recolectado a través de las redes de extorsión, que se auxilia a los familiares de los pandilleros cuando estos van a dar a la cárcel. Un entramado de lealtades y adhesiones.
Un microbús puede ser incendiado con todos sus pasajeros adentro, o ametrallado
Las pandillas surgieron en las calles de Los Ángeles, la más antigua de ellas la Mara 18, cuyo origen se remonta a finales de los años cuarenta del siglo pasado, mientras la Mara Salvatrucha habría nacido a mediados de los años setenta. Las deportaciones de salvadoreños en los noventa hicieron que sus acciones se trasplantaran al territorio nacional. Pero aquellos fundadores son ya los abuelos de los pandilleros que libran esta guerra del siglo veintiuno, con su propia dinámica.
La vida útil de un pandillero pertenece a sus años juveniles, y dura hasta una edad cercana a los cuarenta años. Los reclutas son adolescentes, a veces niños, que ingresan atraídos por el mito, o porque no tienen escapatoria. Negarse a ingresar es letal.
¿Y qué pasa con los veteranos?, le pregunto a mi amigo, el experto en seguridad. ¿Se retiran, viven a salto de mata, se dedican a otros negocios, lícitos o ilícitos? ¿Se casan, tienen hijos? No existen veteranos, me responde. O están en la cárcel, o están muertos.
Sergio Ramírez es escritor.
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