Querida desconocida
POR fortuna, a veces el tiempo hace su trabajo y transforma el rencor en curiosidad. Es lo que siento ahora al escribirte: una profunda e inquietante curiosidad por ti. No conozco tu nombre, no sé por dónde andas, ni siquiera soy capaz de recordar bien tu aspecto físico. Sí la fecha y el lugar donde nos encontramos varias veces: eso no puede olvidarse tan fácilmente. Era el verano de 1998, era un hospital maternal, era una madre primeriza y demasiado joven, era una enfermera en la unidad de neonatos, era un bebé de dos días que tenía una leve infección –nada grave– y que tuvo que ser ingresado, era un protocolo de visitas estricto: se permitía a las madres ver a sus hijos tres veces al día, en rígidos horarios, para amamantarlos. Tú eras quien me traía a mi bebé cuando, insegura y sola, me sentaba a esperar en una salita con demasiada luz y poca intimidad. En la entrada había un dosificador con jabón y un letrero: “Es obligatorio lavarse las manos antes de empezar”. Aun así, siempre me decías: “¿Te has lavado las manos?”. Lo preguntabas con el mismo desprecio con el que me entregabas y arrebatabas al niño tras la media hora estipulada, sin palabra alguna de cariño ni gesto de amabilidad, como quien manejara un paquete. Pesabais a los niños antes y después para calcular cuánta leche habían tomado: en mi caso, era apenas nada. Me humillabas. “No tienes suficiente leche”, me decías. “Tendremos que meterle biberón”. Yo veía a las otras enfermeras haciendo carantoñas a los bebés y dirigiéndose con amabilidad a sus madres. Incluso a ti misma te vi comportarte de manera más neutra con las otras, pero no conmigo. A mí, directamente, me reñías. Una vez le quité el pañal a mi hijo para mirarle bien el cuerpecito. No recordaba haberlo visto a fondo todavía, pues fue un parto difícil y se lo llevaron enseguida. Pero llegaste al minuto, quejándote a gritos. “Deja el pañal donde está, ya tendrás tiempo de cansarte de su culo”. ¿Eran quizá mis 22 años un pecado? Hoy día no consentiría que me hablaran así, pero entonces agachaba la cabeza avergonzada.
No soy de los que piensan que esto suponga un trauma para nadie. Tampoco de los defensores a ultranza de la leche materna. Mi hijo se crio a biberón, sanísimo y contento. En su memoria más remota no quedará ni huella de aquella indefensión. No pasa nada, ya lo he dicho al principio: el rencor hace tiempo que se me esfumó. Pero no te he olvidado. Siento curiosidad por ti, por ese germen de pequeño guardián de campo de prisioneros que anidaba en tu interior, por tu falta de empatía, tu insensibilidad. La pregunta es: ¿por qué? En mi recuerdo no eras una mujer joven, aunque quizá tenías solo 30, o poco más de 30. ¿Qué te llevaba a comportarte así? ¿Qué oscura frustración, qué sufrimiento? ¿Tratabas de ese modo a tu familia, a tus compañeros? ¿Eras consciente de tu poder obsceno? ¿Qué ha sido ahora de ti? ¿Haces lo mismo?
Son demasiadas preguntas para esta breve carta que quizá nunca leas. Tendré que conformarme con inventar mis propias y poco firmes respuestas. Pero yo siempre escribo así: rellenando los huecos de lo que no comprendo. O tratando de hacerlo.
Con curiosidad, sin rencor,
Sara.
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