Cuando mataron a Marisol, los vecinos dijeron basta
El barrio de La Playita de Buenaventura, violenta ciudad colombiana, se ha convertido en un oasis de paz tras rebelarse contra el crimen organizado y la presión de un megaproyecto urbanístico
En la calle San Francisco del barrio La Playita, de Buenaventura, los niños juegan a todas horas. En esta parte de la ciudad colombiana, los comerciantes reabrieron sus pequeños negocios porque ya no los extorsionan. Y la gente pudo volver a bañarse tranquilamente en el mar, a sentarse en la puerta de su casa a tomar la brisa de la noche, jugar a dominó, beber aguardiente, bailar y hasta enamorarse.
Dos años después de constituirse como espacio humanitario y territorio de paz, los habitantes de esta calle bonaverense dicen con orgullo que no han tenido que lamentar ni un herido ni un muerto más. “Podemos estar en la calle sin miedo a que alguien ande disparando. Este es ahora un espacio de vida en medio de la violencia de una ciudad que da miedo. Aquí nosotros decidimos de qué manera queremos vivir”, explica Pascual Garcés, vecino del espacio.
Recuperar la calle no fue fácil. Los vecinos vivían atenazados por el miedo. Oían impotentes las súplicas y los gritos de sufrimiento de la gente que iba a ser descuartizada en la llamada casa de pique y cuyos pedazos después se arrojaban al mar. No encontraban la forma de enfrentarse a una nueva modalidad de terror que se había extendido por toda Buenaventura de la mano de las bandas herederas del paramilitarismo. A la policía y a las autoridades no las sentían confiables para denunciar.
Una veintena de hombres relacionados con una estructura criminal conocida como La Empresa había tomado la calle en el 2011. El grupo armado impuso su autoridad y estableció un férreo control social. Restringían la movilidad, fijaban horarios, cobraban impuestos, extorsionaban y determinaban fronteras. Empezaron a utilizar a niños como informantes o para transportar armas y drogas, a reclutar a jóvenes y a seducir a las chicas. El culmen de estrategia fue ocupar una vivienda donde instalaron la casa de pique. Por la noche, llevaban allí a sus víctimas para despedazarlas.
Un día de febrero del año 2013, con una crueldad estremecedora, los paramilitares mataron a Marisol Medina, una vendedora de mariscos muy querida en el barrio, y la comunidad dijo basta. “Unidos, decidimos enfrentarlos por las buenas, sin violencia, y sacarlos. Entendieron el mensaje y se marcharon. Lo primero que hicimos fue desmantelar la casa de pique", recuerda Orlando Castillo, un líder comunitario.
Los vecinos oían impotentes las súplicas y los gritos de sufrimiento de la gente que iba a ser descuartizada
Una vez expulsados, Castillo consideró que había que ir más allá y tuvo la visión de convertir la calle en espacio humanitario. Pidieron apoyo a la iglesia católica y a la Comisión Interclesial de Justicia y Paz, una ONG colombiana. La comunidad inició un proceso pedagógico para enfrentar el miedo y reconstruir las practicas tradicionales de la cultura afro que habían sido interrumpidas por la violencia. A los niños, que habían estado reproduciendo prácticas altamente violentas, se les cambiaron las armas por instrumentos musicales del Pacífico como la marimba. Con los neoparamilitares fuera, la calle empezó a recuperar la felicidad.
Una de las primeras medidas fue colocar un gran portón de madera en la calle para impedir el ingreso a personas no autorizadas por la comunidad. Y todo el proceso se vio reforzado cuando la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) otorgó medidas cautelares de protección a los residentes del espacio humanitario. El auto obligaba al Estado a brindarles seguridad. Igualmente, activistas de Brigadas Internacionales de Paz apoyaron con una presencia semipermanente en el lugar.
Dentro del portón la gente se siente segura. Del portón para afuera, la vida en Buenaventura continúa siendo muy compleja. Lo que sucedía en la calle San Francisco es apenas un retazo de lo que sigue ocurriendo desde hace años en esta ciudad, considerada de las más violentas de Colombia. El miedo está latente y enfrentarse a las prácticas mafiosas de los grupos armados requiere valor. Lo sabe bien Edison Ramírez, un comerciante que cuando iba a abrir su pescadería recibió una visita inesperada. “Llegaron cinco tipos para decirme que tenía que pagar un millón de pesos de matrícula para abrir el negocio. Les contesté: '¿Matrícula? Yo no vine aquí a estudiar, vine a trabajar. Dígale a su jefe que venga y hable conmigo'. Les hablé con mucha seguridad porque el problema no es que tengamos miedo, sino que se nos note. Y nunca volvieron”, recuerda. La resistencia a ser extorsionado sí le costó la vida, en cambio, al joven comerciante de víveres Wilder Ubeimar, asesinado hace un año cerca del espacio humanitario.
Intereses económicos
Son apenas dos casos de la infinidad que se han dado en Buenaventura. Muchos se preguntan el porqué de tanta violencia y si tiene alguna relación con la expansión portuaria de la ciudad. El senador Alexander López, del progresista Polo Democrático, está seguro de que sí. “Lo que se está generando en Buenaventura es un escenario de terror para que la población abandone el territorio. De las 340.000 personas que tiene el municipio, más de 140.000 han sido desplazadas en los últimos 20 años. La mayoría habitaban en los barrios de bajamar, el lugar donde se viene construyendo la infraestructura portuaria”, afirma.
Los vecinos de la calle San Francisco también están convencidos que la violencia responde a intereses empresariales y políticos. “La idea inicial de crear el espacio humanitario era proteger la vida, pero también defender el territorio porque, en últimas, esa violencia generalizada que vive Buenaventura se utiliza para querer desplazarnos", asegura convencido Orlando Castillo. "Existe interés en nuestros territorios para llevar a cabo la ampliación portuaria, la construcción de un malecón turístico y una zona hotelera. Los paramilitares solo hacen el trabajo sucio", acusa.
“Lo que se está generando en Buenaventura es un escenario de terror para que la población abandone el territorio”
Y es que por su localización estratégica a orillas del Pacífico y a una distancia de apenas 115 kilómetros de Cali, Buenaventura se ha convertido en un lugar clave para el desarrollo económico de Colombia. Hay planes para consolidarlo como uno de los grandes puertos de América Latina y el país lleva tiempo poniendo todo su empeño en posicionar la conexión comercial del interior colombiano con los principales puertos de Asia y Estados Unidos. Se dice que hoy pasan por aquí el 60% de las mercancías que entran y salen de Colombia.
Pero mientras el puerto bonaverense crece para mejorar la competitivdad del país, la ciudad que lo alberga vive sumida en una pobreza vergonzante y convive con niveles de violencia alarmantes. Lo han dicho ya por activa y por pasiva diferentes organizaciones como Naciones Unidas o informes recientes como los de Human Rights Watch o la Mesa Catalana por Colombia.
Todo esto ocurre, además, en un lugar donde el narcotráfico y el conflicto armado arraigaron desde hace años: primero con la llegada de la guerrilla de las FARC y más tarde de los grupos paramilitares, reconvertidos hoy en bandas criminales conocidas como Los urabeños o La Empresa.
Somos Pacífico
En medio de este complejo contexto de violencia e intereses económicos vive una población mayoritariamente afrodescendiente. Son comunidades negras del Pacífico que tratan, a pesar de todo, de seguir construyendo sus propias formas de vida y no perder la identidad. Para ellos el territorio tiene una gran importancia que se ve amenazada por un modelo de desarrollo que —dicen— vulnera sus derechos ancestrales constitucionalmente reconocidos.
Precisamente, el plan de desarrollo de Buenaventura, conocido como Master Plan 2050, fue realizado por la consultora española Esteyco y contiene las grandes directrices en forma de propuestas que debería seguir la ciudad a 30 o 40 años vista. La marca Barcelona está muy presente en el documento que fue elaborado por un equipo de urbanistas y técnicos de la órbita socialista catalana como el exalcalde de Barcelona Jordi Hereu o el exconcejal de urbanismo Manuel García Bragado, entre otros. La implementación del Master Plan implicaría la transformación radical de Buenaventura.
Una de las propuestas urbanísticas que avaló Esteyco tiene que ver con la construcción del malecón turístico y la zona hotelera del frente marítimo. El proyecto afectaría a unas 3.400 familias que deberían abandonar sus hogares de los barrios de bajamar. Entre ellas las 300 familias, unas mil personas, de la calle San Francisco. Todas viven en casas palafíticas, las viviendas tradicionales del Pacífico asentadas sobre palos de madera en el mar o los ríos.
Esteyco aboga por la desaparición del palafito. “Creemos que es una forma de vida que se ha visto superada por el bienestar de los nuevos tiempos y hay toda una serie de condicionantes sociales con el tema del narcotráfico y la necesidad de renovar el tejido urbano que hacen aconsejable otro modelo", afirma Ramón Sagarra, el director tecnológico de Esteyco que lideró el Master Plan. "Además presentan muchos problemas de insalubridad, dificultades para instalar los servicios públicos y se encuentran en zona de riesgo por tsunami. Sí consideramos, contrarios a la alcaldía, que sus habitantes se deben realojar en la misma isla”, añade.
En los barrios de bajamar son escépticos porque consideran el proyecto contrario a las formas ancestrales de vivir y sentir el territorio de las poblaciones negras que lo habitan. “Se inventan pretextos de que son territorios en alto riesgo por tsunami para así evitar titular las viviendas y proporcionar servicios públicos. Pero cualquier megaproyecto que ponga en juego la integridad cultural de la comunidades negras debe ser objeto de consulta previa”, dice una integrante del Proceso de Comunidades Negras que prefiere guardar anonimato.
Enrique Simonja, de Justicia y Paz, también cree que cualquier plan debe tener en cuenta a la población afrodescendiente. “Las comunidades afro no pueden ser un estorbo para el desarrollo sino que este debe pensar en su cultura y en su idiosincrasia, porque un pueblo sin su cultura no vale nada”, argumenta. La organización ha recibido ya varias peticiones para crear nuevos espacios humanitarios y su idea es seguir juntando voluntades para ampliar el radio de acción a otros sectores contiguos a la calle San Francisco.
“Recuperar esta parte de la ciudad no es recuperar solo una calle o dos, es recuperar a toda una comunidad. Esta zona es el nodo articulador entre lo urbano y lo rural de la costa pacífica, un espacio de encuentro y de intercambio económico y cultural", dice el comerciante Edison Ramírez. "Antes de la violencia aquí trabajaban más de 100 mujeres vendiendo pescado y tenemos un censo de más de 500 pescadores artesanales. Desde la participación ciudadana y comunitaria podemos construir procesos que nos permitan apropiarnos del territorio reafirmando nuestra identidad y nuestra cultura”, concluye.
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