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Historia del maquillaje - El color de la libertad

Vanessa Montero
Andrea Aguilar

NUEVA York, 1912. En una gran manifestación para reclamar el derecho al voto, las sufragistas desfilan con los labios pintados de brillante rojo. La imagen, a primera vista, se aleja de lo que medio siglo después caracterizaría a las nietas de aquellas mujeres, las luchadoras feministas que se rebelaron contra el maquillaje y la ropa interior. Pero el gesto de las abuelas no era menos combativo: aquellos labios reclamaban el derecho a pintarse de forma llamativa y explícita sin que por ello fueran colocadas en la categoría de actrices o en la de chicas de mala vida.

Tres años después, cinco Estados habían otorgado el derecho al voto a las mujeres en Estados Unidos (aún habría que esperar hasta 1918 para que las británicas lo obtuvieran) y la invención de las barras labiales de color metió el ­rouge en el bolso de las mujeres. El carmín portátil y de fácil uso llegó, esta vez sí, para quedarse. Porque lo cierto es que aunque las barras que hoy se comercializan tienen su antecedente directo en la patente de 1915, las primeras que se conocen fueron descubiertas en las tumbas del Antiguo Egipto.

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En la primera imagen, la modelo británica Penelope Tree, estrella de los años sesenta, con un marcado 'eyeliner' negro. En la segunda, las geishas y sus cuidados afeites llevan fascinando a Occidente desde mediados del siglo XX.

Pero el uso del color rojo para pintarse el cuerpo o el rostro es anterior. De hecho, las grandes cantidades de ocre rojizo de 125.000 años de antigüedad halladas por arqueólogos en unas cuevas en Sudáfrica donde no hay pinturas rupestres les llevaron a pensar que esa pintura era usada para ponérsela encima, literalmente. Es lo que algunos llaman la “cosmética prehistórica”, que probablemente se empleaba para protegerse de los elementos climatológicos, como camuflaje o como parte de rituales para marcar alianzas tribales o asustar a los adversarios. Ahí están los antiguos británicos, que pintaban sus rostros de azul antes de entrar en batalla para amedrentar al adversario, imagen que ha sido recuperada recientemente en la última adaptación cinematográfica de Macbeth, dirigida por Justin Kurzel.

Sin pelea abierta de por medio, lo cierto es que el maquillaje también se asoció desde tiempos remotos al embellecimiento, el estatus social y la preservación de la juventud. “Pintarnos la cara es algo que forma parte de la esencia humana, casi como comer o dormir”, sostiene la maquilladora británica Lisa Eldridge, autora de Face Paint. The Story of Makeup (Abrams Books), un documentado repaso a la historia y el significado del maquillaje que se apoya en la arqueología, el arte y la literatura. Eldridge sostiene además una interesante tesis en su libro: la libertad y los derechos de las mujeres han estado estrechamente ligados a la libertad con la que pintaban sus rostros. Algo así como dime si te puedes pintar (cuánto y cómo) y te diré de qué derechos civiles dispones. En el Antiguo Egipto, una de las sociedades con un gusto más refinado, experimental y atrevido en cuestión de maquillaje y cosmética (desarrollaron cremas hidratantes, kohls, rouges e incluso esmalte para uñas), las mujeres podían heredar propiedad y tierras (el 10% de los terratenientes eran mujeres), controlaban sus negocios y podían emprender acciones legales contra los hombres.

En la Antigua Grecia, aunque se usaba colorete derivado de algas, bermellón y otras sustancias naturales, el maquillaje muy evidente estaba mal visto. Los hombres imponían un modelo femenino virtuoso y casero, y ellas en cualquier caso estaban fuera de la política, de la ley y de las guerras. La excepción eran las cortesanas, a quienes se permitía controlar su dinero y asistir a los festines, y que hacían un uso del maquillaje más libre y llamativo.

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Josephine Baker, toda una adepta al polvo facial.

El poeta Ovidio, en ‘Sobre la cosmética del rostro femenino’, de El arte de amar, es uno de los raros casos en la Antigua Roma que aplauden el maquillaje, aunque moderado. El libro incluye recetas para el cuidado de la piel con ingredientes como los pétalos de amapola y rosa para obtener el rouge. Pero aunque no hubiera mucho elogio por escrito, lo cierto es que el uso de pinturas y productos faciales estaba ampliamente extendido en Roma. Los envases de madera y cristal encontrados en las excavaciones eran los que empleaban las clases populares, mientras que las patricias usaban contenedores más lujosos, y algunas mujeres incluso contaban con cosmetae o protomaquilladoras romanas. Un caso extremo fue el de Popea, la esposa de Nerón, cuyos rituales de belleza diarios requerían la participación de cerca de cien esclavos. Su obsesión era mantener la piel blanca y luminosa: para ello dormía con una mascarilla de maicena que se retiraba por la mañana con leche de burra, y también se bañaba en esta leche antes de aplicarse tiza y plomo blanco y usar limón para aclarar sus pecas.

Tan larga es la historia de la cosmética como la de su censura. Los escritores cristianos fueron quienes lograron instalar la idea de que el maquillaje era sinónimo de engaño, farsa o truco. Ahí está, por ejemplo, san Cipriano, que afirmaba que las mejillas pintadas “borraban toda verdad”. Hasta el propio Hamlet de Shakespeare, muchos siglos después, increpa a Ofelia: “He oído de tus pinturas, Dios te da un rostro y tú te haces otro”. La tendencia a la discreción en el maquillaje se ha impuesto mayormente en la historia, salvo notables excepciones: el Antiguo Egipto, con el uso del kohl, que ayudaba a prevenir infecciones oculares y que se extendió entre todas las clases sociales y entre hombres y mujeres; la teatral y decadente Venecia del siglo XVII, en la que para lograr el blanqueamiento de la piel se empleaban sustancias tan tóxicas que iban dañando la epidermis; o la corte de Versalles, donde las sesiones de maquillaje eran una performance, hombres y niños también se pintaban y el rouge podía obtenerse en las perfumerías parisienses. El maquillaje en aquel contexto cargaba con una sorprendente dimensión política.

En el origen de la aceptación y expansión del uso del maquillaje se encuentra la misma revolución industrial que impulsó todo lo demás, es decir, la imprenta de Gutenberg. Enseguida empezaron a circular tratados y panfletos con recetas y trucos de belleza. Ahí está el que escribió la italiana Caterina Sforza en 1500, Gli experimenti, que además de apuntar remedios para embellecerse aportaba otros consejos prácticos sobre cómo envenenar a alguien o volver dorado un objeto. Las fórmulas para elaborar carmín con insectos como la cochinilla machacados, fresa, remolacha o ingredientes venenosos como el sulfuro de mercurio son milenarias. La imprenta logró que se difundieran y, en el siglo XX, el cine las acercó a las masas.

“Hoy se vive otra revolución”, apunta Lisa Eldridge por teléfono. “Las redes sociales han permitido abrir la conversación sobre maquillaje, hay libertad y un sinfín de opciones, así que las mujeres no están sujetas a un solo look. Esta nueva ola feminista enfatiza la expresión de la personalidad. El maquillaje puede ser forzado, exagerado, al límite, pero ya nunca es escandaloso. Y una puede pintarse mucho un día e ir con la cara lavada al siguiente. Si antes se apostaba por un solo look, ahora estamos en un constante Halloween”.

A pesar de todo, la maquilladora, que ha trabajado con grandes marcas desarrollando e implantando productos, reconoce que en este mundo globalizado persisten las diferencias nacionales sobre cómo se pintan las mujeres. “Sería horrible si todo fuera homogéneo, y desde la época medieval los secretos de belleza y maquillaje siempre han sido asunto de familia”.

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Sobre la firma

Andrea Aguilar
Es periodista cultural. Licenciada en Historia y Políticas por la Universidad de Kent, fue becada por el Graduate School of Journalism de la Universidad de Columbia en Nueva York. Su trabajo, con un foco especial en el mundo literario, también ha aparecido en revistas como The Paris Review o The Reading Room Journal.

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