Miami. El deshielo en la otra orilla
CUANDO Juan Carlos Tejedor pisó Miami por primera vez, lo que más le llamó la atención fue la luz nocturna. En su memoria permanece el impacto que le causó la iluminación de los rascacielos y centros comerciales que salpican y colorean la ciudad. “El contraste con La Habana es tremendo, por la noche aquello es una cueva”, afirma Tejedor, de 48 años, que nació y creció en la Cuba comandada por los hermanos Castro y que representa la nueva oleada de ciudadanos de la isla que están emigrando por la falta de libertades, la escasez de bienes básicos y la convicción de que allí no hay futuro.
Tejedor llegó en 2014 a Miami, corazón del exilio cubano desde hace más de medio siglo. Su caso, a diferencia de otros miles de emigrados, fue noticia. En Cuba era un conocido presentador de la televisión estatal, en la que conducía un programa informativo que se emitía a las once de la noche. “Pero hacía otros trabajos para completar el sueldo, que no daba para nada”, precisa. El periodista venía rumiando su marcha desde hacía tiempo y cuando ahorró el dinero para el viaje no dudó. Pidió vacaciones en la televisión, voló en secreto hasta las islas Caimán y desde ahí a Estados Unidos. No ha vuelto.
“Cuando llegué no tenía a nadie en Miami y empecé dando tumbos, pero pronto me di cuenta de que teníamos el disco duro equivocado, de que nos habían lavado el cerebro. Allí tenemos un dicho: ‘En Cuba todo está prohibido y lo que no está prohibido es obligatorio”, añade Tejedor, que ahora trabaja como ayudante de Humberto Calzada, un pintor cubano de 71 años que llegó a EE UU en 1960, en la primera oleada de exiliados que huyó de la isla tras el triunfo de la revolución de Castro. Una generación que se fue con la aspiración de volver pronto a Cuba y que se desvaneció en poco tiempo. “Cuando llegamos, todos teníamos la esperanza de derrocar a Castro, pero tras el fracaso de la invasión de Bahía Cochinos la perdimos”, dice el pintor, cuyos cuadros siguen evocando casas y paisajes cubanos.
Calzada y Tejedor simbolizan la primera y última oleada de un éxodo que empezó en 1959 y que hoy continúa su marcha inexorable. Los expertos en este fenómeno estiman que 1,2 millones de cubanos, el 10% de la población de la isla, han escapado en estas seis décadas, ya sea por motivos políticos, por la desesperación económica o la asfixia vital. La mayoría se ha dirigido a Miami, una ciudad que hace 57 años era poco más que un pueblo grande de EE UU. Hoy, gracias al inconformismo de la comunidad cubana, está considerada la capital de América Latina, un enclave de lenguas y nacionalidades mezcladas que se ha convertido en un centro de poder económico y de dinamismo cultural.
Esta velocidad con la que funciona la ciudad impresionó a Mario José Penton, de 29 años, un antiguo hermano marista que dejó los hábitos y que lleva en Miami cuatro meses. “Nada más llegar me chocó el ritmo vertiginoso, el individualismo, que todo se haga por interés, que se tiren las sobras de la comida…”, afirma Penton, que vive con unos familiares mientras tramita su permiso de trabajo.
Antes de llegar a Miami, Penton pasó dos años en Guatemala aguardando su momento. Como tantos miles de cubanos de esta nueva oleada, recurrió a la ruta terrestre: atravesó México hasta llegar a la frontera de Laredo (Texas). Pagó 2.500 dólares a los coyotes, los traficantes de personas que están haciendo un negocio redondo con los refugiados cubanos. En su odisea, cruzó un río a nado, atravesó un pantano en canoa, pasó una noche en la selva y se tuvo que tirar de un camión en marcha para sortear un control policial. Pero finalmente llegó a Laredo. “Crucé el puente y lloré. Estaba en la gloria”, recuerda. En la frontera se acogió a la ley que permite a los cubanos obtener la residencia en Estados Unidos al año y un día de pisar suelo americano.
Penton tiene la visión más reciente de Cuba, muy crítica, como la mayoría de recién llegados. “Cuba es un país de extremos. Tener pasta de dientes o comer un plato de patatas es un lujo, pero puedes hacer estudios superiores sin problemas. Muchos no hemos vivido otra cosa que el comunismo, que ha sido un desastre”.
El día a día en la isla caribeña, según su relato, es una lucha de pícaros por la supervivencia. “La gente de Cuba roba para comer, roba al Estado, que es el gran ladrón, que a su vez roba a la gente en la cuota, en la tarjeta de abastecimiento”. Pero si algo ha constatado Penton tras su marcha es el apagón informativo en el que viven sus paisanos. “Yo no sabía quiénes eran Celia Cruz ni Yoani Sánchez hasta que salí”, dice Penton, que ahora colabora con el medio digital de la disidente cubana, 14ymedio.
Su adaptación al nuevo entorno, sin embargo, no está siendo sencilla y su idea es volver algún día a su país para dedicarse a la enseñanza. “En Cuba se cree que Miami es el paraíso, que los dólares se arrancan de los árboles, y no es así”. Miami, efectivamente, no es el paraíso, pero si hoy es una gran urbe es debido al tesón de miles de cubanos. La huella del exilio está en cada esquina, en barrios como la Pequeña Habana o ciudades como Hialeah; en la universidad y en medios de comunicación como El Nuevo Herald, y, por supuesto, en la economía y la política.
pulsa en la fotoAgente cubano de la Guardia Montada de Miami, en la calle Ocho.Edu Bayer
Un ejemplo del éxito económico es Benjamín León, que llegó en 1961 con su familia a Miami, donde ha construido una gran empresa médica que empezó atendiendo a los primeros inmigrantes cubanos y que hoy emplea a más de 2.000 trabajadores. “La comunidad cubana sembró la semilla para que Miami se convirtiese en la gran ciudad internacional que hoy es. Por lo que hemos sufrido en carne propia, sabemos la importancia de la libertad y la democracia”, afirma este empresario de 71 años, que atribuye a los cubanos un “deseo insaciable de superación”.
Una persona que conoce al dedillo la evolución de Miami es Raúl Martínez, que fue 24 años alcalde de Hialeah, una ciudad del condado de Miami-Dade con un 90% de población hispana. Martínez llegó en 1960, cuando Miami era una “aldea”. “Teníamos que ir al Downtown [el centro de la ciudad] a hacer la compra porque no había centros comerciales. La mitad de Miami Beach eran dunas y, donde hoy hay grandes calles y avenidas, solo había montes y culebras”, recuerda.
Por aquel entonces, Miami era el prototipo de ciudad sureña de EE UU, con mayoría anglohablante. “Nosotros vivimos el racismo que también sufrieron los negros. Recuerdo que cuando íbamos a alquilar una vivienda había sitios donde ponía: ‘No children, no dogs, no cubans” (ni niños, ni perros, ni cubanos). Hoy el alcalde de Miami se llama Tomás Regalado, y el del condado, Carlos Giménez, y los dos simbolizan el poder cubano en la ciudad.
Martínez rescata de la memoria los primeros pasos que dio la comunidad de exiliados: abrieron pequeños negocios, como fruterías o tiendas de muebles; revitalizaron la famosa calle Ocho de la Pequeña Habana; se metieron en el negocio de la construcción y, finalmente, empezaron a hacer activismo para que su voz fuera oída por los políticos locales. “Nosotros dimos diversidad a la ciudad y abrimos las puertas a gente de todo el mundo, a asiáticos, rusos, españoles, colombianos…”, afirma Martínez, un político demócrata que aún recuerda con tristeza cómo su partido “no hizo caso a los cubanos”, que masivamente empezaron a simpatizar con los republicanos, que sí vieron el potencial de los nuevos vecinos.
Durante años, el célebre exilio cubano de Miami fue un grupo homogéneo obsesionado con derribar a Castro e identificado con posiciones intransigentes. Hoy ya no es así. Se trata de un exilio más plural, en el que las nuevas generaciones han aportado una visión más aperturista y deslizan sus simpatías hacia los demócratas. Este cambio de actitud se percibe a la perfección en la decisión del presidente, Barack Obama, de reanudar las relaciones diplomáticas con Cuba tras más de medio siglo de hostilidad. “Es una decisión inteligente. En 10 años morirán los dinosaurios y lo mejor que nos puede pasar es que lleguen los americanos, pero Obama debería exigir más a Raúl Castro”, afirma Penton. De forma parecida, aunque con más dudas, se pronuncia Tejedor. “Lo más positivo es que algo se está moviendo en Cuba, pero no sé qué es”.
En el polo opuesto se sitúan quienes llegaron en el primer exilio, que rechazan cualquier acercamiento a Cuba. “Estoy en desacuerdo”, dice tajante León. “Obama está tratando con el diablo, con los Castro es imposible. Las nuevas generaciones creen que la reanudación es buena, pero porque ellos no saben qué pasó”, añade Calzada, el pintor, que sangra por una herida que aún no ha cicatrizado.
Cada oleada migratoria de cubanos a Miami tiene sus propias heridas y, aunque todos han contribuido a construir una gran ciudad, el resentimiento entre ellas persiste. En los primeros años de la revolución salieron de Cuba las clases acomodadas, empresarios o profesionales que rehicieron sus vidas en EE UU. Pero desde hace mucho, quienes llegan a Miami son cubanos de a pie, sin un dólar en el bolsillo.
Los primeros exiliados se consideran especiales. “Nos fuimos por ideas políticas y religiosas, no por motivos económicos. Nos sentimos cubanos, pero también americanos. No fuimos educados en el odio como los que vinieron después. No somos iguales ni nunca lo seremos”, afirma Oswaldo Mena, de 78 años, un cubano de primera generación.
Los últimos en llegar, Tejedor y Penton, han percibido este desdén, una actitud que achacan a que cada generación que se ha exiliado en Miami ha proyectado su rabia sobre la siguiente. “Se nos dice que emigramos por motivos económicos, pero no se puede deslindar la política de la economía”, afirma Tejedor. “Los cubanos que llevan tiempo aquí nos reciben de forma horrible. Nos dicen que somos vulgares, jineteros (prostitutos). Pero la inmigración de hoy es reflejo del desastre que es Cuba”, añade Penton.
De todas las oleadas de cubanos que han llegado a Miami hay una especialmente estigmatizada: los marielitos. En 1980, tras un conflicto diplomático con Perú, Castro permitió que cualquier ciudadano pudiera abandonar el país. Para sorpresa del régimen, miles de personas, hasta 125.000, se apostaron en el puerto de El Mariel para huir. Cubanos de Miami llegaron en barcos hasta la isla para recoger a sus familiares, momento que Castro aprovechó para vaciar las cárceles y enviar a EE UU a miles de presos comunes. A Miami llegó lo que el dictador denominó “la escoria” de la sociedad cubana, en la que incluyó a personas con enfermedades mentales, prostitutas y homosexuales.
Mientras que de los miles de balseros que se jugaron la vida en 1994 atravesando en precarias embarcaciones el estrecho de Florida persiste una idea romántica –muchos perecieron tragados por el océano y los tiburones–, de los marielitos aún permanece una imagen negativa.
Lo primero que aclara Juan Palacios, un marielito de 67 años que toma un café en la calle Ocho, es que él no salió de la cárcel. Y a continuación manifiesta su ira contra los primeros exiliados. “Como papagayos repitieron lo que decía Castro, que éramos la escoria. Algunos eran amigos de Fidel, que los dejó salir. Nos despreciaron, nos han echado la culpa de todo lo malo que ha pasado en Miami”, asegura.
Y lo que pasó en Miami en esos años es que se disparó la violencia, el tráfico de drogas y el desempleo. La ciudad quedó retratada en series como Miami Vice o en películas como Scarface, en la que Al Pacino interpreta a un violento marielito con ambiciones de gran gánster. Pasados los años, muchos siguen ocultando que son marielitos.
El contrapunto a la visión que se tiene aún de El Mariel lo aporta Mirta Ojito, de 52 años, una periodista de Telemundo que llegó en uno de esos barcos. “El Mariel actualizó la idea sobre Cuba, confirmamos que el comunismo era un desastre y actuamos de puente entre generaciones”, afirma Ojito, exreportera de The New York Times. Autora del libro Finding Mañana, una memoria del éxodo cubano, tiene claro que si Miami es hoy la “capital de Hispanoamérica” es por los cubanos, sin distinción de generaciones o de clase social.
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