Protocolos
Los responsables de la seguridad de los países de la UE han hecho autocrítica, para reconocer su responsabilidad por no haber aplicado los protocolos acordados
Un atentado terrorista siembra siempre un dolor infinito, mucho miedo y el desconcierto propio de las pesadillas. La violencia ciega, la muerte caprichosa, el azar que salva o condena a una persona por motivos tan nimios como comprobar que se le han desatado los cordones de los zapatos o recordar el cumpleaños de su hermano, un instante antes de doblar una esquina o de coger el metro, nos enfrenta de la forma más violenta que pueda concebirse con la fragilidad de nuestra vida, ese plazo por el que transitamos como si no fuera a terminarse nunca. Pero al otro lado del anonadamiento, de la amargura y las lágrimas, se impone la necesidad de reaccionar, de recobrar el ritmo cotidiano, de analizar lo que sucede para intentar comprenderlo. Ese proceso ha arrojado rotundas conclusiones. Los responsables de la seguridad de los países de la UE han hecho autocrítica, un ejercicio siempre saludable, para reconocer su responsabilidad por no haber aplicado los protocolos acordados después de la tragedia de París. Me pregunto si su diligencia podría habernos protegido de un cinturón de explosivos alrededor de la cintura de un suicida, dispuesto a morir matando. Es otra clase de autocrítica la que deberíamos hacer ahora, la del continente rico que no ha sabido reaccionar ante el sufrimiento de los pobres, el paraíso pedagógico que no se ha interesado por integrar a los niños inmigrantes, el campeón del Estado de bienestar que ha asistido, impasible, al florecimiento de los guetos en el extrarradio de sus grandes ciudades. En los implacables lodazales de los campamentos griegos, los refugiados exhiben el nombre de Bruselas, escrito con rotulador sobre su piel. Ningún protocolo nos salvará de nuestros propios errores.
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