Yo, Cristina
Bueno, se levanta la sesión. A ver si pasa ya la semana y vamos el ‘finde’ a casa
Qué injusticia, qué contrariedad, qué lata. Qué hago yo aquí, encerrada en el quinto pino de Palma, con lo bien que podríamos estar todos esquiando en Gstaad aprovechando la semana blanca de los niños. A quien se le diga, no se lo cree. Tener que estar cinco horas sentada sin poder levantarte ni al baño y escuchando a gente decir cosas de las que no tienes ni idea. Claro que se me cierran los ojos, claro que se me abre la boca, claro que estoy doblada. Pero no voy a bajar la cabeza, ni a bostezar, ni a cruzar las piernas. La espalda recta, la mirada al frente, la cabeza alta. Me lo enseñó mamá, igual que a no clavar los codos en la mesa y a distinguir la pala del pescado entre la cubertería de gala. Por cierto, ¿qué estarán haciendo los niños? Les hemos dicho que estamos unos días haciendo un recado en España, pero a los mayores ya no se la cuelas. La pequeña es aún muy bebé. Tan dulce, tan mimosa, tan apegada a su padre.
Iñaki. Ay, Iñaki. Yo no digo que no me haya hecho alguna, pero es mi marido y el padre de mis hijos. Mírale: aún es el más alto y el más guapo y el más rubio y el de los ojos más azules, pese a haber tenido años mejores. Como yo, no te fastidia. Dicen que estoy hundida, demacrada, que me han caído encima los 50 años de repente. ¿Cómo quieren que esté, si no pego ojo, si no vivo, si me ha abandonado a mi suerte todo el mundo, empezando por mi familia? Podría esmerarme, hacerme un retoque, sonreír a las cámaras. Pero no voy a darle ese gusto a nadie. Hay que ver el frío que hace aquí en febrero, con lo bien que se está al sol en la terraza del Club Náutico. Ahí tienes a Pepote, por cierto, hablando de más, con lo fenomenal que le tratamos, que hasta fuimos a su boda. La jueza es mona, la verdad. Samantha, creo que se llama la chica. Querrá pasar a la historia por no haber librado de este lío a una infanta de España. Bueno, se levanta la sesión. A ver si pasa ya la semana y vamos el finde a casa.
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