De cómo un modelo idiota predijo el mundo en el que vivimos
Hace 15 años, 'Zoolander' adivinó que todos pondríamos cara de patito al hacernos selfis. Esta es solo una de las razones por las que amarlo
“Antes era modelo de baño”, se sincera Valentina (Penélope Cruz). Derek Zoolander (Ben Stiller) la mira con cara comprensiva y responde: “Lo siento”. Ella prosigue: “Nunca pude hacer la transición a vuestro mundo [el de los modelos de élite]. Fue por culpa de esto”, se abre la gabardina y descubre las abundantes tetas que asoman de su sujetador. Zoolander contesta: “¡Qué horror!”.
Esta es la transcripción de uno de los gags de Zoolander 2, que se estrena mañana viernes 12 de febrero. Un estreno tan esperado, patrocinado y promocionado como una entrega de James Bond y una secuela de Star wars juntas. Lo digo teniendo en cuenta que la Zoolander original, estrenada en 2001, nació como una broma sin vocación de trascender y, de hecho, pasó sin pena ni gloria por la taquilla. Escrita, dirigida y protagonizada por Ben Stiller, al igual que la primera, si esta secuela llega a la mitad de cotas de risas, ridiculez y parodia descerebrada, los 15 años que las separan habrán valido la pena.
Los traspiés de Derek Zoolander, el modelo bobo y adorable que encarna Stiller, han reclutado una buena legión de admiradores en este tiempo. Como cualquier chiste, fracasa en cuanto se intenta explicar. A pesar de ello, y por mucho que la trama esté ya muy bien resumida en Wikipedia, deje que le pongamos en antecedentes. En la cinta original, Zoolander reina en el universo de los modelos masculinos gracias a sus tres miradas (Ferrari, Le Tigre y Acero Azul, básicamente iguales), pero vive horas bajas por culpa de su rival en ascenso, Hansel (encarnado por Owen Wilson). Conocedores de sus pocas luces, un malvado grupo de diseñadores, encabezado por Mugatu (Will Ferrell), le lava el cerebro en un laboratorio camuflado como un spa: pretenden conseguir que el supermodelo utilice su atlética forma física para asesinar al primer ministro de Malasia, invitado de honor al desfile de Mugatu e incómodo abogado de lo único que puede hacer tambalearse a la industria de la moda: la abolición del trabajo infantil.
Sobre estos mimbres se suceden cameos (Victoria Beckham, Tom Ford, Donald Trump…), alardes de ridiculez (un duelo de modelos arbitrado por David Bowie, un modelo de manos que conserva la suya en una cámara hiperbárica portátil) y un sinfín de bromas entre el absurdo y lo políticamente incorrecto. O las dos cosas a la vez (“De adolescente fui bulímica”, confiesa ella. “¿Sabes leer la mente?”, responde él).
En 2001 el mundo era muy distinto. No había smartphones ni Instagram ni la moda disfrutaba del lugar que hoy ocupa en las industrias de la cultura y el entretenimiento. Las exposiciones sobre el tema eran minoritarias, se hacían pocas películas sobre este mundo (Prêt-à-porter, el intento de Robert Altman de parodiar el negocio, fracasó en 1994) y los documentales todavía no se habían convertido en esas armas de evangelización fashion que los numerarios del sector utilizamos hoy (Unzipped, que grabó los pasos del diseñador Isaac Mizrahi en 1995, es una anécdota para iniciados).
Zoolander, de hecho, se estrenó en el peor de los momentos, justo después de los atentados del 11-S. Sembrado el terror, no había forma de acertar. Que Stiller borrara las Torres Gemelas de las escenas donde aparecían le granjeó reproches, y la trama sobre Malasia y el trabajo infantil, polémica: la nación asiática prohibió su estreno y el crítico Roger Ebert la tachó de ser “una de las razones por las que el mundo odia a Estados Unidos”. Luego se arrepintió.
Irónicamente, la saga se desarrolla en un mundo todavía más pacato que cuando nació. Malasia no tiene graves problemas de trabajo infantil, pero, al igual que algunos de sus vecinos, tampoco es famoso por su defensa de la generosidad en los salarios ni por pelear la mejora de las condiciones de trabajo en sus fábricas (de esto saben un rato los grandes de la moda). Y hay que añadir que ese país dudosamente podría calificarse como baremo de legítima indignación, a pesar de las alusiones directas: su curioso historial de censura incluye títulos como Austin Powers, la espía que me achuchó. Antes de su presentación en sociedad, sin embargo, Zoolander 2 ya ha cosechado su cuota de indignación en el mundo libre.
El personaje de Benedict Cumberbatch, el supermodelo All (Todo, una criatura andrógina, sin cejas y con larga melena negra) ha sido acusado de transfóbico y una petición para boicotear el filme ha reunido casi 25.000 firmas. “Esto no es Transparent. No es Orange is the new black. No es un retrato solidario ni realista. Es una caricatura”, se quejaba la modelo transexual Hari Nef a la MTV el pasado enero. Claro que Zoolander no es una serie de Netflix. En un vídeo de Vogue, Stiller interpreta a su personaje para responder a una entrevista:
Vogue: ¿Cuál es tu mirada favorita?
Stiller: La última se llama Bitcoin.
Vogue: ¿Puedo verla?
Stiller: No. Es totalmente virtual. También muy valiosa. En realidad no la entiendo.
Vogue: ¿Qué tienes en la cabeza?
Stiller: Siguiente pregunta.
Ante esto, ¿qué deberían hacer los modelos masculinos de verdad, huelga de hambre en las puertas de los cines de todo el mundo?
Lo más divertido –y desasosegante– es que todo aquello que la primera entrega presentaba como una parodia imposible se ha hecho realidad. ¿La cultura de las celebrities? Ahí la tiene, multiplicada por mil. ¿Caras de patito a lo acero azul? Millones, cada minuto, perpetradas por todos nosotros con la cámara de selfi del iPhone. Zoolander 2 lo tiene complicado para elevar la apuesta. “La moda es un mundo tan excesivo que resulta difícil exagerarlo”, reconoce el propio Ben Stiller en esta revista.
Sin embargo, la industria ha abrazado el fenómeno, con toda su vocación de ridículo, en un curioso caso de realidad-ficción que, encima, resulta una pirueta típicamente zoolanderil. Derek y Hansel han desfilado para Valentino, tienen sendos perfiles en Models.com –la Biblia de la profesión– y Ben Stiller comparte con Penélope Cruz la portada de febrero del Vogue estadounidense. "Ahora son lo más", reza el titular, haciendo referencia a la frase más repetida en la película.
Es difícil que algo que surgió de forma espontánea (un par de gags exitosos en los premios VH1 de 1995 y 1996) y que resulta brillante por su humor idiota, no por su voluntad de retratar el negocio (como El diablo viste de Prada) tenga la misma gracia ahora, con la autoconsciencia que provoca tanta expectación. De momento, me aferro a la trama que el trailer promete: los misteriosos asesinatos de la gente más fotogénica del planeta. Y a la posibilidad de que Derek vuelva a decir (traducción libre): “¿Acaso hay algo más que ser súper, súper, súper, ridículamente guapo?”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.