París bien vale una fiesta
El diseñador francés asegura la diversión y el exceso en su colección de alta costura mientras Viktor & Rolf apuestan por una propuesta más intelectual y artística
La caravana de la moda que se monta durante la semana de la alta costura en París adquirió estos días tintes tragicómicos por la huelga de taxis. Los piquetes que pinchaban las ruedas de los conductores de extranjis (no solo de los enemigos de Uber, sino también de cualquier compañía privada) propiciaban estampas inauditas: señoras emperifolladas recorriendo la línea 1 de metro azoradas por llegar de un desfile a otro, autobuses contratados improvisadamente para desplazar a las tropas fashionistas… y algún que otro retraso que propiciaba estampidas al terminar para no perderse el siguiente desfile. El de Jean Paul Gaultier tardó casi hora y media en empezar. Cierto es que este señor tiene tendencia a retrasarse por naturaleza. Normal. Hace ya años que decidió quedarse a vivir en otro tiempo. Concretamente, en los ochenta. Entre la era disco y el punk. En su propia fiesta.
Y lo escenificó tal cual, convirtiendo la salida de la pasarela en la puerta de una discoteca (con un efebo como portero incluido) y las modelos entrando y saliendo como quien abandona el jolgorio del siglo a altas horas: fumando, con las copas de champán aún en la mano, incluso dando tumbos fingiéndose borrachas y parándose a compartir confidencias nocturnas al cruzarse. Un acting (bastante estimulante, por qué negarlo) de los que ya no se ven absolutamente en ningún desfile… pero es que el del diseñador francés no es cualquier desfile. Precisamente a eso vienen sus incondicionales, a ver el espectáculo, a mirar con complicidad (y cierta envidia sana de ese descaro y desvergüenza) su propuesta maravillosamente desfasada. Por allí andaban sus incondicionales: Victoria Abril (con pelucón afro, muy en tendencia), la coreógrafa Blanca Li, el diseñador de zapatos Christian Louboutin y las cantantes Fergie y Beth Ditto (que lució sus rotundas formas en el desfile del diseñador en 2010 y que ha colaborado con él en una colección de tallas grandes).
La diversión estaba asegurada. El exceso, también. Monos de tocador, saltos de cama de raso convertidos en vestidos mini, batas de seda, guantes de noche, encajes ajustados, pantalones ceñidos de talle alto, algún quimono, paillettes, bordados. Si acertó en alguna tendencia, fue en la profusión de bombers de seda sueltas… aunque lo cierto es que él lleva haciéndolas toda la vida, otra cosa es que su mundo y el resto del universo hayan coincidido en algo. Todo, con cardados de impacto, labio rojo, pendientes interminables y gorritos de botones. Poco que reprochar a la ausencia de innovación. A Gaultier se le quiere, precisamente, por esa inquebrantable fidelidad a sí mismo y a su inconfundible humor. También por haber contribuido a construir la imagen de Grace Jones, musa ya lejana, pero que, sin embargo, hoy retroalimenta al modisto con sus icónicos looks de los ochenta. No estuvo de cuerpo presente, pero sí evocada a cada momento sobre la pasarela y cantándonos desde la banda sonora su Nightclubbing. Nada más propio.
En las antípodas, Viktor & Rolf, cuya teatralidad y artificio van por el lado más intelectual y arty de la costura. Con una versión crepuscular de Creep, de Radiohead, entonada por unas fantasmagóricas voces femeninas, la pareja sacó a desfilar en el Palais de Tokyo auténticas esculturas humanas. Las modelos, sepultadas en vestidos níveos de efecto 3D inspirados en las máscaras cubistas, desfilaban de una manera casi estática, como suspendidas en alguna otra parte. Fue breve, pero hermosísimo. A ellos no les va el prêt-à-porter. Lo suyo es la auténtica fantasía, la búsqueda de una mujer imposible en un mundo con tendencia a regirse por lo racional. La que debería buscarse en la alta costura, acomodada cada vez más en la búsqueda de la clienta opulenta y el flashazo en el photocall.
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