El viejo truco de la novedad
La actualidad es un mito que funciona: los medios la usan para insistir en que debemos beber lo último
Llega otro año y parece, de pronto, que todo fuera nuevo, y ni siquiera se puede decir que no hay nada nuevo bajo el sol porque no hay sol. Días de gris, buenas excusas: más de 40 años después vuelvo a ver Cabaret, y es un gusto, una lección. Liza Minelli está increíble, Joel Grey inenarrable, Bob Fosse lleva el relato con una elegancia que mezcla música y palabras, medios tonos y golpes furibundos. Pero, estos días, los medios y personas hablamos de Steve Jobs o Sufragistas o Palmeras en la nieve.
No quiero decir que todo tiempo pasado fuese mejor porque en ese año 1972, por ejemplo, se estrenaran también El Padrino, de Coppola; El discreto encanto de la burguesía, de Buñuel, o El último tango en París, de Bertolucci. O porque se publicaran tres libros perfectos –G., de John Berger; Zama, de Di Benedetto, y Las ciudades invisibles, de Calvino– y ninguno de Cortázar, Fuentes, García, Vargas, Cela. No se trata de afirmar una época sobre otra: sólo de confundirlas. Clavar una pica contra el culto de la novedad.
Antes parecía claro que cada obra debía avanzar más que la anterior, la producción estética era una carrera
La actualidad es un mito que funciona: los medios la usan para convencernos de que debemos beber ansiosos lo último que han hecho los políticos y otros siliconados que hacen cosas para que salgan en los medios –que se venden gracias a esa superstición. Pero nadie le debe tanto como las grandes editoriales, disqueras, distribuidoras de películas, que viven de que creamos que lo que nos importa, aquí y ahora, es eso que lanzaron la semana pasada.
Y los medios, por supuesto, compran y colaboran: quizá comenten un libro mío en lugar de hablar del de Calvino o el de Berger. Con lo cual trabajan para la industria más que para los lectores: perpetúan el mito, lo validan, lo inflan. Datan el arte, lo hacen arte-del-año, postulan que la última novela de Ken Follett nos dice más que la primera de Flaubert, un suponer.
Pero lo bueno de la forma en que funcionan las fábricas y las instituciones culturales –y sus márgenes– es que tenemos todo el tiempo acceso a cientos de años de producción artística. Por eso, cuando hablamos de libros, películas y otras tentativas, la idea de pasado o presente no suele tener mucho sentido. Y sí, entonces, quizá, la de poner a todos en la misma bolsa, y comentar los buenos y mirar los buenos y hablar de los buenos –en lugar de sucumbir a la superstición.
Que, curiosamente, se apoya en una creencia en que ya nadie cree. La superstición de lo nuevo aparece con la modernidad: cuando parecía claro que cada obra debía avanzar más que la anterior, que la producción estética se pensaba como una carrera hacia el futuro donde lo que importaba era correr la marca cada vez, innovar todo el tiempo. Lo nuevo era el valor por excelencia.
Pero ya no. En tiempos ¿posmodernos? ¿supracomerciales? ¿vagos? las obras no quieren ir más allá que sus predecesoras: van hacia atrás, a los costados, a ninguna parte, hacia sí mismas. Y entonces un libro actual puede estar escrito con la misma prosa, las mismas estructuras en uso en 1860 y a nadie le va a parecer raro o penosito. Con lo cual la novedad ya no tiene ningún papel que no sea comercial. Si estos libros son iguales a aquéllos, ¿por qué no compararlos todos? ¿Porque uno se escribió el año pasado y otro el siglo pasado? ¿Porque el autor de uno está en un hoyo y el del otro en un hotel, pontificando? Pamplinas, balivernas, negocio de unos pocos, entre los que me incluyo –pero, por una vez, me da cosita, y digo.
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