El sueño de la democracia
Desde el franquismo, hubo un espejismo de regeneración que, al cabo del tiempo, muestra su reverso
Hay ya bastantes síntomas y evidencias de que lo que está ocurriendo en España, política y socialmente, puede interpretarse como el despertar del sueño de la democracia. Me apresuro a puntualizar que en ningún caso estoy menospreciando el cuerpo de libertades, derechos y obligaciones que emanan de la Constitución y que para muchos ha sido, afortunadamente, el único sistema que hemos conocido. Pero quizá aquellos que no vivimos la dictadura no hemos sabido identificar hasta ahora este hedor con el cadáver del franquismo.
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El franquismo retrasó todavía más nuestra extraviada incorporación a la modernidad europea, generando un desahucio político que, sustentado por la recuperación económica de los años sesenta, generó unos vicios en la sociedad que han pervivido a lo largo de todo el periodo democrático. Jaime Gil de Biedma, en una carta escrita a Juan Ferraté en 1962, describía la transformación que entonces sufría nuestro país con estas palabras: “Parece que España, que es un país feudal que no ha tenido feudalismo, y un país burgués que jamás ha hecho la revolución burguesa, se prepara a ser un país neocapitalista sin gran capitalismo. Vamos a la economía de consumo, pero de un consumo mínimo: nuestro porvenir consiste en convertirnos en el menos desarrollado de los países desarrollados. Es decir: adquiriremos nuevas miserias y nuevos defectos sin perder ninguno de los antiguos. Creo que hemos entrado resueltamente por ese camino y ni siquiera la inmediata caída de Franco y un colapso político nos salvarían ya: el milagro español está en marcha y participaremos de la prosperidad europea a escala española; tendremos una prosperidad pequeña, bastante sórdida”. La lucidez del poeta, en una fecha tan temprana, es casi inverosímil, pues acierta a describir el embrión de todo lo que, efectivamente, no nos pudimos librar ni siquiera con la muerte de Franco.
Esa sordidez de cuna franquista se ha evidenciado además, a lo largo de la democracia, observando siempre un mismo comportamiento. Primero se produce un espejismo de regeneración que, al cabo de un tiempo, muestra su reverso. Pasó con el PSOE y el felipismo. Ocurrió luego algo parecido con Aznar, que también obró su particular y falso milagro. En Cataluña lo hemos comprobado con la inagotable ruindad de la familia Pujol, cuyas prácticas delictivas son herencia del más puro franquismo. Y por supuesto ha ocurrido también con la Casa Real y la autoinducida lesa majestad de Juan Carlos I. Parece como si los españoles no fuéramos capaces de mantener lo construido, de creer en nuestras instituciones, en la cosa pública. Como Pier delle Vigne en el infierno de Dante, parecemos condenados a hacer un cadalso de nuestra casa.
La dictadura retrasó todavía más nuestra extraviada incorporación a la modernidad europea
Todo ello ha venido acompañado además de un fenómeno muy propio del país: la vergonzosa obsecuencia intelectual. Por eso ha ido adquiriendo más valor y ejemplaridad la dureza con que Rafael Sánchez Ferlosio, casi desde la primera hora y prácticamente a solas, juzgó a Felipe González. Pero más allá del periodismo, es sintomática también la tendencia de nuestra literatura, en especial de la novela, por acompañar e incluso loar el relato oficial. Casi siempre, cuando nuestra novela abandona el campo de la distracción y se preocupa por algún aspecto de nuestra experiencia común suele ser ancilar de un consenso histórico, sacralizado por la “salvación” de la democracia.
Estos días se ha publicado una novela que viene a desmentir todos estos supuestos y que ha generado esta reflexión. Se trata de Fosa común (Literatura Random House), de Javier Pastor. Con la visión que sólo tienen los grandes, Pastor acierta a situar su historia en el interregno que va de 1975 a 1977, tras la muerte del dictador y antes de la Constitución. Es asombroso cómo logra concretar toda la brutalidad de nuestro país en esos años, vividos por un adolescente insensible al clima político, compañero de clase de una chica que un día, junto a su madre y sus hermanos, es asesinada a tiros por su padre, un capitán del Ejército. Fue un caso real. A través de la relación que el protagonista mantiene con la masacre, en momentos distintos de su vida, la novela le da la vuelta a la épica de la Transición, dejando al descubierto toda la corrupción secular de la sociedad, esa que creíamos haber superado con el sueño de la democracia. En ese sentido, Pastor ha recuperado para la novela el coraje que había tenido con Martín-Santos, Benet o Marsé. Su lectura es inaplazable. Nos ayudará a prevenirnos de nuevos engaños.
Andreu Jaume es crítico y editor.
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