Viaje al ‘planeta Trump’
ESTADOS UNIDOS se ha convertido un lugar hostil para personas como Neal Kriete, soldador jubilado de Hayes, un pueblo del estado de Virginia. La última vez que viajó a la capital, Washington, se sintió extranjero. “Nuestro país está inundado de personas que no quieren hablar inglés, que no quieren ser americanas”, dice Kriete, un hombre alto y corpulento, con un bigote blanco y una gorra roja en la que se lee: “Devolvamos la grandeza a América”.
Los blancos de origen europeo dejarán de ser mayoría en las próximas décadas: la imagen del estadounidense típico se parece cada vez más a la de una familia de origen mexicano o a la del propio presidente Barack Obama, hijo de un negro de Kenia y una blanca de Kansas.
A Kriete le ocurre como a muchos hombres blancos de clase trabajadora. No entienden qué ocurre. El país se les escapa de las manos. Y por fin alguien los comprende.
Son el planeta Trump, los seguidores de Donald Trump, el magnate inmobiliario y showman televisivo que, con mensajes xenófobos y un estilo que mezcla la mala comedia con la demagogia populista, ha hecho saltar por los aires la campaña para la sucesión del demócrata Obama. Los sondeos identifican al hombre del imposible flequillo rubio como el candidato preferido de los votantes republicanos para enfrentarse a los demócratas –la candidata favorita es la exsecretaria de Estado y ex primera dama Hillary Clinton– en las elecciones presidenciales del 8 de noviembre de 2016.
El viaje por el planeta Trump –la búsqueda del secreto de su atractivo para las miles de personas que llenan sus mítines y quieren que dirija el país más poderoso del mundo– comienza un miércoles de diciembre por las instalaciones de una feria agrícola en Virginia.
Este territorio es un espejo de la metamorfosis de Estados Unidos. Limítrofe al norte con Washington, es uno de los Estados que declararon la secesión tras la elección de Abraham Lincoln a la presidencia en 1860. Aquello fue el origen de la guerra civil, que enfrentó a los Estados esclavistas de la Confederación sureña con la Unión. La capital de la Confederación era Richmond, que es aún la de Virginia. El orgullo sureño pervive. Pero el norte de Virginia es hoy una región diversa, con fuerte presencia de latinos y asiáticos.
Manassas, donde Trump celebra el mitin, fue el escenario de la primera gran batalla de la guerra civil. También es una ciudad en la que un tercio de los 42.000 habitantes son latinos. Sumados a los negros y asiáticos, son mayoría. El futuro de Estados Unidos se parece bastante a Manassas. Unas dos mil personas llenan el recinto donde habla Trump. Es difícil encontrar negros, asiáticos o hispanos. “No soy demócrata. No soy republicano. Ambos partidos nos están fallando”, dice Kriete, el soldador jubilado.
Trump: "Los periodistas son de los peores seres humanos que conozco".
Un voluntario de la campaña de Trump, que es de origen chileno y habla español, vigila el acceso en una puerta que lleva a una zona reservada. Dice que apoya a Trump porque a Trump no le respalda Wall Street, y es cierto. Al contrario que el resto de candidatos, demócratas o republicanos, Trump financia la campaña con sus propios fondos y no acepta dinero de multimillonarios que, con sus donativos, intentan influirle.
Le recuerdo al voluntario chileno que Trump ha insultado a los inmigrantes latinos. Al anunciar la campaña, el pasado junio, prometió construir un gran muro en la frontera con México para impedir la entrada de inmigrantes indocumentados. “Cuando México envía a su gente, no envía a los mejores”, dijo. “Envía gente con muchos problemas y nos trae sus problemas a nosotros. Nos traen drogas. Nos traen crimen. Son violadores. Y algunos, supongo, son buena gente”.
Desde ese día, la escalada retórica se ha desbordado. Trump ha denigrado a mujeres e inválidos. Ha atacado a héroes de guerra como el senador John McCain, republicano como él, y se ha enfrentado a la cadena de televisión conservadora Fox News. Este diciembre, en solo tres días de campaña por varios Estados, se burló de los judíos en una reunión con la Coalición de Republicanos Judíos y elogió a Sadam Hussein. Unos días después dio un paso más y propuso impedir la entrada de musulmanes a Estados Unidos. Esa fue su respuesta a los atentados yihadistas en París y en San Bernardino.
En Manassas, el voluntario chileno niega que Trump insulte a todos los inmigrantes: “Ha insultado a la gente que no respeta la ley”. No podemos acabar la conversación. Otra voluntaria, mayor, se le acerca. Se apartan y hablan unos segundos. El chileno regresa y dice: “No puedo hablar contigo. Se van a enojar”. No quiere dar su nombre.
Un hombre –los hombres predominan en los mítines de Trump– exhibe la bandera con la cruz de San Andrés con estrellas sobre fondo rojo, el emblema confederado que muchos estadounidenses asocian con el esclavismo de los Estados del sur. “Estamos en el gran Estado de Virginia, que representaba a la Confederación. Los sureños estamos muy orgullosos de nuestra herencia, de las tradiciones que están desapareciendo, como Dios, familia, país, todos estos valores que amamos, como la Segunda Enmienda”, dice el hombre, que se llama Jason Sulser. Una enmienda de la Constitución que garantiza, según la interpretación vigente, el derecho a portar armas de fuego.
Sulser cuenta que apoya a Trump porque no es políticamente correcto. “Le preguntas algo y te da una respuesta honesta”, dice. Pero incluso la bandera confederada es demasiado para la campaña desacomplejada de Trump. Su asociación con el racismo no le conviene. Los miembros de la organización invitan a Sulser a abandonar el recinto y este obedece. A las 19.42 alguien dice por los altavoces: “Por favor, den la bienvenida al próximo presidente de Estados Unidos, Donald J. Trump”. Los seguidores elevan sus teléfonos móviles y graban. Más que un político, parece una estrella de rock.
Trump habla sin hilo aparente, improvisado, sin papeles. Es de los pocos políticos que se permiten el lujo de decir lo que les pasa por la cabeza. En una época de mensajes milimetrados –algunos candidatos consultan obsesivamente con expertos demoscópicos, con asesores de comunicación, con especialistas en imagen antes de lanzar cualquier propuesta, de esbozar cualquier gesto–, este candidato desconoce el horror a meter la pata o a salirse del guion. Declaraciones que habrían hundido las carreras de otros políticos, a él solo le refuerzan.
Los intentos de entrevistarle topan siempre con una respuesta idéntica de su jefe de comunicaciones, Hope Hicks: “El señor Trump no está disponible en este momento”.
Trump ha hecho saltar por los aires la campaña para suceder a Obama.
Un discurso de Trump recuerda al monólogo de un cómico. En Manassas deja locuciones medio hechas, mezcla asuntos en una frase, abandona un tema para regresar al cabo de media hora, gesticula. Dispara contra todo y todos. De Obama dice que “es un incompetente”. Clinton “no tiene ni la fuerza ni la energía para ser presidenta”. ¿Sus rivales republicanos? “Tienen miedo de atacarme”. De los inmigrantes indocumentados lamenta que “los tratamos mejor a que nuestros veteranos de guerra”. Y los periodistas son “de los peores seres humanos que jamás he conocido”. Trump, como en una tertulia de sobremesa, no deja tema sin tocar, pero el tema de fondo es él mismo.
“Créanme” y “piénsenlo” son dos latiguillos con los que termina sus frases. “Yo” es otra palabra central en su discurso. Él, afirma, es el más rico, el mejor negociador, el único que dice lo que piensa, el que siempre gana y el que logrará que Estados Unidos, un país, en su opinión, al borde del apocalipsis, recupere la grandeza. “Ya no ganamos, y ahora empezaremos a ganar. Mucho. Mucho”.
Su vida es su mensaje. Nacido hace 69 años en Nueva York. Hijo de Fred Trump, un constructor descendiente de inmigrantes alemanes. Formado en una escuela militar. Playboy y habitual en las páginas rosas desde los años setenta. Autor de best sellers como El arte de la negociación o Cómo hacerse rico. Piénsenlo y créanle, viene a decir: él ha ganado siempre en los negocios y con él en la Casa Blanca Estados Unidos volverá a ser respetado. Volverá a ganar.
“Estamos sacando de quicio a los medios de comunicación”, dice Trump en otro momento, y tiene razón. Nadie se explica cómo sus mentiras –un ejemplo: afirmó, sin pruebas, que el 11 de septiembre de 2001 miles de musulmanes en Nueva Jersey celebraron los atentados de Al Qaeda– no le pasan factura, ni cómo un multimillonario de Nueva York seduce a la clase trabajadora blanca con un discurso contrario a las élites. Cuando se afirma que Trump rompe las leyes de la gravedad política significa esto: ningún manual se aplica a él, y él se presenta como un político libre. Libre de las ataduras de lo políticamente correcto, de los compromisos de Washington, del dinero de los poderosos: un individualista pasado de revoluciones en un país que entroniza la libertad individual.
El psicoterapeuta Joseph Burgo es el autor de The Narcissist You Know: Defending Yourself Against Extreme Narcissists in an All-About-Me World (El narcisista que conoces: defiéndete ante los narcisistas extremos en un mundo que solo gira en torno a mí). Burgo define a Trump como un “narcisista extremo”.
Joseph Burgo, psicoterapeuta: "Muchos votantes desencantados creen que Trump sabe qué hacer".
“Mientras que hay muchas personas centradas en sí mismas y con una opinión demasiado buena de sí mismas, el narcisista extremo tiene una imagen del yo grandiosa y carece de empatía hacia los demás. Constantemente se siente impulsado a demostrar que él es un ganador, con frecuencia a expensas de las personas a las que desprecia, los perdedores. Cuando se le critica, o cuando se cuestiona la imagen que él tiene de sí mismo, típicamente se defiende con indignación, desprecio y acusaciones”, escribe Burgo en un correo electrónico. “La grandiosidad de Trump es aparente: siente una necesidad constante de anunciar que él es el más grande y el mejor en todo lo que hace. Continuamente se refiere a sus oponentes como perdedores”.
“El atractivo de Trump”, continúa Burgo, “es un producto de los tiempos inciertos en los que vivimos. Durante periodos de convulsión social, de inseguridad financiera y amenazas de violencia, los seres humanos regresamos a una mentalidad de blanco y negro, de nosotros contra ellos. Enfrentados a problemas complejos y aparentemente insolubles, buscamos respuestas simples que resuelvan nuestras ansiedades. Suspiramos por un líder fuerte que nos haga sentir seguros. A muchos individuos, la personalidad grandiosa y desagradable de Trump les parece un signo de fuerza. Su confianza en sí mismo y sus respuestas simplistas –construye un muro, bombardea [a los terroristas] hasta hacerles trizas– hacen que muchos votantes desencantados crean que él sabe exactamente qué hacer”.
Los votantes de Trump, dice Burgo, “tienden a ser blancos, mayores de edad y menos educados que otros republicanos. Son personas cuyos puestos de trabajo están amenazados por la globalización y que carecen de la educación necesaria para los empleos disponibles en la era de la información. Mientras se reduce el porcentaje de blancos en la población, también sienten que su posición social se erosiona. En el ámbito psicológico, su autoestima y su sentido del valor están bajo asedio. Están asustados e inseguros. Ante estas heridas narcisistas, Trump ofrece una vía para reinflar la autoestima, y lo hace mediante tres defensas narcisistas típicas: agitar tu rabia con indignación autocomplaciente, expresar el desprecio por otras personas y culpar a otros por tus problemas”.
El sábado a las diez de la mañana, Davenport, a 1.400 kilómetros de Manassas, es un desierto. Esta ciudad a orillas del Misisipi, que divide los Estados de Iowa e Illinois, tiene 100.000 habitantes, pero no lo parece. Solo a orillas del río entran y salen los clientes del Rhythm City, un casino instalado en una barca típica del Misisipi. Si siguiéramos río abajo, llegaríamos a San Luis, a Memphis y a Nueva Orleans hasta la desembocadura en el golfo de México. La ruta de Huckleberry Finn.
Sin el Misisipi y sus afluentes no se entiende la formación de este país. Tampoco se comprende sin el Medio Oeste, el granero de Estados Unidos: una de las mayores regiones agrícolas del mundo y la mejor comunicada. La cercanía de estos ríos ha permitido distribuir rápido los productos del campo. Así se forjan también las superpotencias. Davenport es un lugar estratégico por otro motivo: aquí se inauguró en 1856 el primer puente ferroviario que cruzaba el Misisipi. Un día el futuro de Estados Unidos –entre el transporte por río y por ferrocarril; entre San Luis, metrópoli fluvial, y Chicago, metrópoli ferroviaria– se jugó en Davenport.
“¿Para qué diario de izquierdas trabaja usted?”, bromea Karlis Norkus, un expolicía originario de Letonia que ejerce de conductor de autobús en Davenport, que espera que Trump llegue al recinto de la feria agrícola, en las afueras de esta ciudad. La pregunta da a entender que todos los medios de comunicación son de izquierdas. Ergo, hostiles a Trump.
–EL PAÍS –respondo.
–¿De Arabia Saudí?
Han pasado cuatro días de la matanza de San Bernardino, perpetrada por un matrimonio musulmán, y el miedo al terrorismo islamista se apodera de la campaña electoral.
“El terrorismo ya está aquí, por eso llevo un arma allí adonde voy. Yo no voy a ser un cordero”, dice. Norkus argumenta que el problema en Estados Unidos es que hay demasiadas zonas –centros laborales, escuelas, cines– donde está prohibido llevar armas. Según Trump, el problema en París fue que las víctimas del atentado del ISIS no tenían armas a mano.
“Cuando hay una zona libre de armas, el lobo entra y dispara a los corderos, y los corderos no pueden hacer más que decir: ‘Beeee”, dice Norkus. “Y morir”.
–¿Dónde tiene el arma”
–No puedo decírselo.
Parece que Trump no gusta a nadie, excepto a millones de votantes americanos”, dice John Anderson, un jubilado de Silvis, un pueblo en la otra orilla del Misisipi. Anderson ha llegado al mitin con una guitarra. Ha compuesto una canción contra Hillary Clinton. “La odio”, dice. “Es algo visceral”. Con pose de rocker de los años cincuenta, canta la canción a quien se preste a escucharla. Explica que hace pesas y se quita la camisa para enseñar sus músculos.
El espectáculo de Trump no se desarrolla solo en el escenario. Dos veces se me acercan personas que, discretamente, me hacen notar que muchos de los asistentes al mitin no acudirán a los caucus el 1 de enero, las asambleas electivas que, en Iowa, abren el proceso para elegir al candidato de cada partido. Sugieren que muchos han venido por el show, como acudirían si una estrella de la televisión visitase Davenport. Trump lo es: presentó el reality show El aprendiz durante 14 temporadas.
Alguien escucha las opiniones negativas sobre Trump y estalla la discusión:
–Conozco a demasiadas mujeres republicanas que me dicen que jamás votarán por él –dice, mientras espera que hable, una mujer que se llama Maxine Russman.
–Yo soy una mujer republicana –replica Claudia Ridenour, que apoya a Trump.
–Trump dijo haber visto miles de musulmanes celebrando después del 11-S [en Nueva Jersey] –dice Russman, que cuestiona el bulo.
–¿No los viste? –asegura Ridenour, convencida–. De todos modos, qué importa si los ofendemos –añade más tarde.
De fondo suenan los Rolling Stones. A las 14.38, Trump sube al escenario y recomienza el ritual: las descalificaciones; el yo, yo, yo (hoy hace un repaso exhaustivo de los sondeos que le sitúan a la cabeza de la carrera republicana), y la alarma sobre el yihadismo.
El viaje al planeta Trump acaba a 200 kilómetros al oeste de Davenport, en un pueblo de 927 habitantes. En Eldon viven 10 hispanos, 9 personas de dos o más razas, 2 nativos americanos, 1 negro y 3 de otras razas indeterminadas. El resto son blancos de origen europeo.
Eldon, en Iowa, ocupa un lugar particular en la mitología americana. Una pequeña casa en las afueras del pueblo, con una ventana de estilo gótico, inspiró en 1930 al pintor Grant Wood el cuadro American Gothic (Gótico americano): dos campesinos taciturnos, un hombre y una mujer, frente a la casa. El cuadro ha dado pie a una multitud de interpretaciones y a decenas de parodias. Durante años se consideró una expresión nostálgica de los EE UU eternos: rurales, blancos. ¿La América gótica de Trump?
Es de noche en Eldon. El pueblo parece abandonado. Una señal indica el único bar, Chommy’s. Detrás de la puerta la actividad es frenética. Sirven cerveza y filetes de cerdo rebozado, la especialidad local. Es día de partido: juegan los Hawkeyes, uno de los equipos de fútbol americano universitario en Iowa. “Tienes que ir a favor de los negros y amarillos”, dice un hombre en la barra, ante el televisor. Negro y amarillo son los colores de los Hawkeyes. “Si es que quieres salir de este pueblo...”, dice otro.
Los forasteros llaman la atención. La gente se acerca, pregunta de dónde vienen, entabla conversación. Acabamos hablando de Trump con un grupo de mujeres. Son blancas y casi todas rubias, y esto es lo más profundo de la América rural. Trump dejará huella y ha sacado a la luz un país que se resiste a este cambio, pero su recorrido electoral todavía es incierto. Nada es lo que parece en el planeta Trump, asediado por una transformación imparable. EE UU cambia demasiado rápido y los cambios revientan las viejas fronteras geográficas y mentales.
“Somos gais, así que odiamos a los republicanos”, dice Lori Lapoint. “Ella es mi prometida”, añade, y señala a una mujer que se llama Sandra Mance. “Si Trump gana, tenemos un problema”, dice otra amiga del grupo, Laurie Fountain. “Los rednecks son racistas. Y llevan pistolas”, interviene Mance. Redneck, literalmente cuello rojo (así se les quedaba a los trabajadores rurales), es un término despectivo para los estadounidenses blancos de la América profunda. “No entiendo qué demonios ocurre”. No es la única.
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