El deseo más humano
La vida loca de un tipo no puede relacionarse con la transmisión de una enfermedad
La realidad es tozuda: es más fácil lucir un lazo en la solapa que ponerse un condón. Lo demuestran los casi 10 casos diarios de infectados por el VIH que ha habido en España en 2014, y el repunte de infectados en Europa. Hemos aprendido la música pero la letrilla no nos entra. Los gais de entre 25 y 34 años son el grupo más numeroso. La explicación hay que buscarla fuera de la recurrente moralina: la penetración anal conlleva más riesgos. Entre las mujeres, el grupo más proclive a la infección es el de las extranjeras. La causa es simple: algunas de ellas son explotadas sexualmente. Los heterosexuales se infectan en menor medida, pero también hay víctimas de este contagio, fundamentalmente, sexual. Hay que contar, además, con que no se respira el miedo de los noventa, cuando el VIH era una condena a muerte, y la persona que lo padecía se sabía estigmatizada y lo sufría en secreto.
¿Hemos aprendido algo en todos estos años? Gracias a los médicos y a los investigadores, mucho. En primer lugar, que alguien que se cuida y toma con regularidad su medicación puede convertirse en un enfermo crónico, con molestias pero con esperanza. También los colectivos de asistencia a los infectados han hecho un trabajo encomiable en la divulgación de los análisis rápidos y en su papel de auxiliadores de aquellos que reciben la noticia de la presencia del virus en su sangre como una bomba que les devasta el ánimo.
Aun con todo, nos queda mucho por aprender. Parece mentira. Los medios siguen hablando de enfermos de sida cuando en realidad se están refiriendo a personas que tienen el virus pero todavía no han desarrollado la enfermedad y tal vez acaben sus días sin hacerlo; en cuanto al lenguaje que utilizan, oscilan de lo dramático a lo grotesco. Por lo que hemos visto en estas dos últimas semanas, en cuanto hay un personaje popular que confiesa estar infectado, se sigue echando mano del lenguaje escandaloso, del componente sórdido, dándole al lector la impresión de que los que se infectan viven en una especie de sodomagomorrismo que acaba siendo castigado, muy justamente, con la enfermedad. Ese descrédito del enfermo todavía no ha sido desterrado. Ahí está Charlie Sheen, protagonizando las páginas de la crónica amarilla, como ejemplo de cómo este virus es selectivo moralmente y ataca, con mucho tino, a descerebrados como él. Para hablar de su infección no se han ahorrado detalles ni adjetivos. Una podía imaginarse, leyendo las crónicas, a Sheen, drogado y desquiciado, rodeado de la mañana a la noche de estrellas del porno, enajenado en su afán de follarse a todo lo que se moviera en Los Ángeles. Vale. Jamás he dudado que dicho artista fuera un desquiciado, de hecho, hace mucho tiempo que protagoniza la crónica de lo absurdo y lo canalla mientras su padre, Martin, aguanta el tirón en silencio. También durante estos años se ha escrito sobre el deterioro mental del actor, condición que le ha llevado a protagonizar episodios autodestructivos que a punto han estado de acabar con su carrera. ¿Tiene eso algo que ver con el VIH? No, nada. Un virus se contagia por un contacto sexual, de la misma manera que para quedarse embarazada sólo hace falta un polvo. La vida loca de un tipo caracterizado por el desparrame no puede relacionarse de manera tan frívola con la transmisión de una enfermedad. En su caso, diría que el VIH ha sido consecuencia de su desquicie, pero no es un paradigma del enfermo, y si convertimos la experiencia particular de este actor en el retrato robot de un portador de VIH estamos contribuyendo a algo que tanto se está tardando en desterrar: el estigma.
Cuando Sheen confesó que era poseedor del virus fueron muchos los medios que estrujaron el tema hasta publicar crónicas de títulos altamente sugerentes: Famosos que hicieron público el VIH, Rostros populares que murieron de sida, Rock Hudson, el primer actor que murió de sida. Sólo faltaban los signos de exclamación. Enfermedad y morbo, algo que da mucho de sí. Pero este virus fue el culpable de muchas historias tan tristes como anónimas, cercanas a muchos de nosotros. La mayoría las protagonizaron jóvenes en una época en que se actuaba en la ignorancia. Nuestros amigos murieron por compartir jeringuillas o por el sexo sin protección. Hoy, podemos prevenir, informar, investigar, mejorar la vida de quienes lo padecen, pero erradicar será difícil, porque hay un episodio que forma parte de la naturaleza humana: tiene lugar esa noche en que dos personas, maduras o jóvenes, hombres o mujeres, gais o heteros, quieren echar un polvo con alguien que de pronto le atrae de manera irreprimible. Y lo hacen. No por un instinto bestial, sino por el deseo más humano que existe. Ese que, por cierto, nos trajo hasta aquí.
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