Lugares que no
Hay calles que nos traen males recuerdos y que, consciente o inconscientemente, evitamos
Un día advertí que había un lugar por el que nunca pasaba. Se trata de la calle de la Estrella, en pleno centro de Madrid. Está cerca de mi casa, y es una calle que he evitado sin ser consciente de ello. Cuando me puse a pensar en el motivo por el cual ese lugar había pasado a ser un no-lugar para mí, recordé que fue allí donde, el 24 de enero de 1977, mataron a un joven estudiante llamado Arturo Ruiz. Lo mató la pistola de un sicario fascista argentino, Jorge Cesarsky. Eran las 12.20 de un domingo. Yo estaba muy cerca, a pocos metros, en la calle de Silva. Todos huíamos en estampida de una manifestación reprimida por los grises. No oí el disparo, pero vi el cuerpo del chico en el suelo. Tenía mi edad, 19 años. Siempre he pensado que podría haber sido yo.
¿Les pasaría lo mismo a otras personas? ¿Habría más lugares-que-no en la vida de la gente? Estaba casi seguro de ello, pero decidí hacer una pequeña pesquisa entre algunos escritores y artistas amigos.
El cuentista Hipólito G. Navarro hurgó en su memoria y recordó una calle de la judería sevillana de Santa Cruz que ha evitado durante décadas, la calle de Rivero, “un lugar jodido, verdaderamente traumático para mí, porque así se apellidaba un pederasta de mi niñez”.
Fantasmas de la niñez, reales o magnificados, son los que con más frecuencia anulan el recuerdo de los sitios. Al escritor y cineasta Gonzalo Suárez siempre le ha inquietado la madrileña calle del Pez, “probablemente porque, según consigna mi padre en su diario, el 9 de noviembre de 1936 nos sorprendió allí un bombardeo. Yo tenía dos años, pero toda la vida me quedó el miedo a ese lugar”.
Gustavo Martín Garzo elige la plaza de Santa Cruz de Valladolid, donde está el colegio de los jesuitas en que pasó su infancia, y dice que el aura de infelicidad que desprende “me hace acelerar el paso cuando tengo que cruzar esa plaza, ante el recuerdo del infeliz niño que era yo, del que apenas sé nada. ‘Pobre criatura mía’, le pregunto entonces, ‘¿qué te pasó?’. Pero nunca me contesta”.
De niñez es también el recuerdo de Ian Gibson, que, como protestante que era en un país de católicos, asocia con terror la primera vez que su niñera católica lo llevó a una iglesia: “Me horrorizaba aquella iglesia. Mi niñera me roció la frente con agua bendita y de veras creí que iba a caer muerto allí mismo. Mi entorno infantil casi se había encargado de convertirme en un calvinista fanático”.
La fotógrafa Marta Calvo no ha vuelto a pasar por la calle donde estaba el primer piso que la albergó en Barcelona, en un callejón del Borne. “Vivía allí mi mejor amigo y un día nos enfadamos. Fue para siempre. No he vuelto ni a verlo ni a pasar por la casa. De esto hace ya 13 años”.
Para Alberto Corazón, su lugar-que-no es la Puerta del Sol de Madrid. Con 18 años, tras pasar una semana en los calabozos de la DGS después de una manifestación, lo primero que vio al salir fue el neón del gran anuncio de Tío Pepe. Sigue sin superar el asco que le causó.
A veces la distancia en el tiempo reduce el impacto del mal recuerdo. Es el caso de Justo Navarro, para quien no hay lugares malditos, “ni siquiera el sitio donde ocurrió algo luctuoso para mí: una casa de una calle concreta de Granada por la que hoy paso sin darme ni cuenta y sin que ya me importe lo que allí sucedió”.
Justo Navarro coincide con José María Merino, quien, en cambio, redime los lugares de toda culpa y responsabiliza a las personas. “Siento que todos los lugares son inocentes, aunque traigan malos recuerdos. Yo centro mis rechazos en las conductas humanas”. Sí, sin duda que, en mi caso, no fue la calle la que mató a Arturo Ruiz, sino el fascista Cesarsky, al amparo cómplice de la policía de entonces, pero el teatro de los hechos sigue clausurado por la memoria.
elpaissemanal@elpais.com
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