Quítame las orejas
En las revistas de categoría (lujo, alta gama, moda, femenina…) también salen mujeres sexies, con transparencias, tacones altísimos y morritos apiñonados, pero, ojo, se trata de una invitación estética, de un artificio que sirve para soñar y que nada tiene que ver con la autoayuda genital
Tarde de primavera en Barcelona, 1992, oficinas de L’Eixample. Acabo de firmar un contrato como directora de una revista femenina de nuevo cuño, Woman, junto a Yolanda Martínez, como subdirectora. Con el gerente formalizamos el trámite, la seguridad social y esas cosas. Al darnos la mano como gesto final, aquel hombre dice con solemnidad y alegría: “Esta será una revista de categoría, una revista sin chuminos”. Con 26 años recién cumplidos, mi única respuesta es una risa imparable, compulsiva, como cuando al cura se le escapaba un pedo. También murmuro: “¡Qué asco!”. No tanto por lo que describe, sino por la palabra que acaba de utilizar ante dos personas que han recibido el encargo de dirigir una ambiciosa inversión económica. Las risas lo oscurecen todo, pero apenas puedo acabar de darle la mano después de su eufórica descripción de la línea editorial.
Pienso que por fin ha podido mostrar su incomodidad ante las revistas pornográficas que se cuecen en su casa. Pero el mensaje está dado: existen las revistas de mujeres con chuminos y las revistas “de categoría”. En las de categoría (lujo, alta gama, moda, femenina… como guste) también salen mujeres sexies, con transparencias, tacones altísimos y morritos apiñonados, pero, ojo, se trata de una invitación estética, de un artificio que sirve para soñar y que nada tiene que ver con la autoayuda genital.
Al darnos la mano como gesto final, aquel hombre dice con solemnidad y alegría: 'Esta será una revista de categoría, una revista sin chuminos'. Mi única respuesta es una risa imparable, compulsiva. También murmuro: '¡Qué asco!”.
Otoño en Madrid, 2015. En un puente aéreo abro el periódico: Playboy dejará de publicar mujeres desnudas. Un titular en pelotas nada más empezar el día. Una espera toda la vida una noticia así: que Bloomberg deje de dar noticias económicas o que Disney le cancele el contrato a Mickey Mouse. Hay que ir dejando cosas en la vida. Y Playboy quiere remontarse a más de 60 años de historia para defender que los desnudos empezaron como excusa para vender más ejemplares con entrevistas a Malcolm X y relatos de John Updike. Que su poderosa marca no se ciñe al desnudo vulgar que inunda la red y no merece una impresión a cinco tintas. Que Playboy quiere ser una revista “de categoría”, que no avergüence ni a lectores ni a anunciantes.
De adolescente, aquellas mujeres de revista erótica me intimidaban. ¿De qué pasta estarán hechas para posar tan desinhibidas mientras abren su sexo, jugando a ser traviesas, con esas ridículas orejas de peluche que tanto daño han hecho por la infantilización del sexo femenino? Pero lo que es peor: cómo irían a comer el domingo a casa de sus padres. Pronto vino la compasión, cuando los filtros no lograban corregir sus cardenales y morados. A bien seguro que una parte de aquellas chicas, y algunas lo consiguieron, se morían por salir huyendo de los caprichitos de Hefner en la Mansión Playboy y posar con un Dior, bien recatadas, en revistas “de categoría”.
El estereotipo de la chica Playboy fue descendiendo hacia la caverna, un anacronismo frente a la interactividad de Internet. Hoy, el perfil del consumidor de pornografía en papel pertenece enteramente al siglo XX. Las publicaciones para hombres ensayan un erotismo más intelectual y sutil, como el que abandera el libidinoso Frédéric Beigbeder en la resucitada Lui o el de la revista Odiseo de Albert Folch: buenos fotógrafos, chicas sin silicona ni clases de ginecología, sujetadores de Agent Provocateur y un ligero balanceo de curvas en blanco y negro. Se trata de desnudos más inmateriales. Un intento de desvestir la fotografía de moda, que forma parte de la idealización del papel que conforma el nuevo mantra: lo banal, a Internet.
En cuanto a las chicas Playboy, más urgente aún que vestirlas es quitarles las orejas y el pompón, por Dios.
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