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EL ACENTO
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Nevado del Ruiz, 30 años después de la tragedia

Hace 30 años, una inmensa lengua de barro se tragó Armero, un pueblo colombiano de 50.000 habitantes

Javier Salvatierra
La niña Omayra Sánchez, atrapada tras la erupción del Nevado del Ruiz.
La niña Omayra Sánchez, atrapada tras la erupción del Nevado del Ruiz.JAIRO HIGUERA (AFP / EL ESPECTADOR)

Hace 30 años, una lengua desbocada de barro se tragó un pueblo colombiano de 50.000 habitantes, Armero, y con él a casi la mitad de su población. La erupción del volcán Nevado del Ruiz —primer nombre grabado en la memoria— emitió una cantidad de lava ardiente; la lava derritió sus nieves perpetuas, la nieve derretida se añadió a varias corrientes montaña abajo, las desbordó, las engordó con todo lo que encontraba a su paso y el inmenso barrizal avanzó sin freno hasta encontrar, ya de noche, Armero, a casi 50 kilómetros del cráter. Nieve derretida, barro, rocas, árboles cayendo a toda velocidad. Así de simple. La simpleza de la naturaleza, que a veces desata una furia devastadora, sumiendo al mundo entero en la impotencia.

Entre los armeritas que la naturaleza se empeñó en llevarse estaba Omayra —segundo nombre que se graba en la memoria—, Omayra Sánchez, una niña de apenas 13 años cuya agonía de tres días se convirtió en símbolo de aquella tragedia hiperbólica, la peor de la historia de Colombia. Ante la mirada impotente del mundo —otra vez la impotencia—, Omayra se marchitó durante tres días, hasta que sus ojos, esos ojos sin pupilas de tan enrojecidos, y su voz, serena a apenas un centímetro del agua, se apagaron. No resulta fácil explicarse cómo es que nadie pudo sacarla del agua, cómo no había siquiera una sencilla bomba, unos pares de manos con cubos, para achicar el agua que la amenazaba, pero sólo la amenazaba —murió de un infarto—, cómo podía ser que hubiera cámaras y fotógrafos que siguieran en pie accionando sus aparatos en vez de lanzarse al agua para liberar las piernas de aquella chica a la que finalmente el mundo vio morir en directo.

Porque, efectivamente, no hubo una bomba de achique en kilómetros a la redonda, pese a que un congresista había alertado ante los primeros rugidos del Ruiz que podía ocurrir una tragedia si no se evacuaba la zona. Pero no se evacuó, ni había una bomba, y el Ruiz estalló y se lanzó a degüello contra Armero. Es de suponer que no podría pasar ahora una cosa similar, que el Gobierno colombiano tendría más medios a mano, que habría alertas para poder sacar a la población, aunque ahora el volcán duerma.

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Y, efectivamente, los reporteros que parecían indiferentes y que seguro no lo eran y que seguro que lloraron de impotencia hicieron su trabajo, que era el de llevar al mundo la tragedia de un pueblo, Armero, que ahora renace a unos kilómetros del original, y la de Omayra. Porque la potencia de la imagen de la niña casi sumergida, como la de Aylan —tercer nombre grabado en la memoria—, ese otro niño casi sumergido que nos conmovió hasta el llanto este verano, agitó, sacudió nuestras conciencias sin piedad, como el lodo arrasó Armero, haciéndonos, siquiera unos instantes, conscientes de una tragedia, sensibles al dolor, aunque no sea nuestro. Un poco más humanos.

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