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El peso de la historia

El realismo mágico quiere adueñarse de los comedores, proponiendo un sueño que convierte cada comida en una experiencia

Cocineros del Club Allard, restaurante de la chef dominicana María Marte.
Cocineros del Club Allard, restaurante de la chef dominicana María Marte.SAMUEL SÁNCHEZ

El mundo de la cocina se ha llenado de historias. Nunca hasta ahora se contaron tantas, en la mesa y fuera de ella. La comida vive rodeada de un velo tejido a base de relatos, conceptos y discursos. Todo debe contar una historia —los elementos decorativos, la vajilla, la gestualidad del camarero y el propio plato—, como si su ausencia bastara para cerrar la puerta del paraíso. No es fácil tener una buena historia: es el eje sobre el que se establece la trama que acaba tejiendo el menú y la nueva obsesión del paraíso gastronómico. Cada plato es una historia y un menú degustación un tratado de narrativa aplicada.

Los cocineros siempre contaron historias, aunque los tiempos cambiaron el orden del relato. Antes lo hacían en cada comida, plato a plato, sin palabras, estructurando el discurso a golpe de sabores, combinaciones, encuentros y presentaciones. Ahora enfatizan el relato en el entorno y los preámbulos. La palabra cobra peso en la cocina como vehículo para implicar al comensal en la comida… o para alejarlo definitivamente de ella, antes incluso de que la haya probado. A menudo, contar los platos es como explicar un chiste: pierde la gracia y el discurso acaba ocultando la comida.

El cocinero se presenta en cada plato ante quien quiera leer el mensaje que propone. Desde esta perspectiva, la comida abre la puerta a un diálogo interminable con el comensal. Revela el conocimiento y el control sobre las técnicas culinarias que emplea, y si estas son la esencia del plato o viven y crecen a su servicio. Habla de la relación de una cocina con el producto. Si lo respeta y trabaja para ponerlo en valor, concibiendo el plato como una exhibición, o prefiere ignorarlo todo sobre él, incluidas sus temporadas naturales, para esconderlo tras demostraciones técnicas.

El cocinero se desnuda en cada plato. Deja al descubierto filias, fobias, compromisos y querencias, mostrando al mismo tiempo el origen de todas ellas. Quedan a la vista sus raíces formativas, los vínculos con el clasicismo culinario, su relación con la cocina tradicional o los terrenos que abonan su trabajo creativo. Su capacidad como copista de lujo o su compromiso con la innovación. Nada de eso se explica en los monólogos interminables que acompañan la comida en el camino hacia la mesa. Al final, es el plato quien se encarga de contar lo que realmente importa.

No hubo otro momento en la historia en el que el camarero hablara tanto. Siempre lo hicieron para sugerir, acomodar, confortar, adular o encauzar el discurso de la cocina. El nuevo orden culinario los quiere más como narradores de cuentos o actores que representan una función en cada servicio. Más que nada, son el vehículo que transporta el ego del cocinero hasta el comedor.

Las mesas de referencia viven hoy obsesionadas con el relato. El realismo mágico quiere adueñarse de los comedores, proponiendo un sueño que se administra por bocados y convierte cada comida en una experiencia mágica. La cocina al servicio de una historia y el restaurante convertido en un templo en el que el cocinero levita iluminado por un halo sobrenatural, mientras alimenta experiencias casi místicas. Las nuevas formas de la cocina abandonan lo terrenal para adentrarse en los dominios de lo irreal. Donde antes mandaban el goce y el placer hoy priman el recogimiento y la devoción. La palabra quiere imponer su dominio en el mundo de los sentidos y cada vez encuentro menos motivos que lo justifiquen. Cuando la comida renuncia a tener voz propia y olvida que el suyo es el mundo de las emociones, se hace previsible para anidar en la rutina. La creatividad también puede ser aburrida y predecible.

Las cocinas muestran historias hasta cuando estas no existen. Hablan de las alturas a las que crecen los productos o de las temperaturas a las que se preparan. Pretenden contar las emociones infantiles del cocinero, su relación con la ciudad natal o una merienda en la playa. A menudo sólo dejan al descubierto el descomunal ego sobre el que se construye la cocina de nuestro tiempo.

El plato queda mudo mientras los camareros cuentan historias. Es el único que debería hablar, pero hoy está más en silencio que nunca.

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