La musa de Proust
La condesa de Greffulhe inspiró al escritor y a los grandes diseñadores de su tiempo
A Marcel Proust no le bastó una magdalena para escribir los siete tomos de En busca del tiempo perdido. Como todo escritor, en el proceso de gestación también se aprovechó de familiares y amigos, y entre ellos se coló una mujer excepcional. “No hay en ella ningún rasgo que hayamos podido ver en otra mujer ni en ninguna otra parte. Todo el misterio de su belleza está en el enigma de sus ojos. Nunca he visto una mujer más bella”, escribió Proust a su amigo Robert de Montesquiou, primo de la aludida.
Acaba de inaugurarse en el Palais Galliera, el Museo de la Moda de París, la exposición La Mode retrouvé –La moda recobrada, en alusión al último volumen de En busca del tiempo perdido, ‘El tiempo recobrado’–, dedicada a la condesa de Greffulhe (1860-1952), que inspiró al escritor y a los grandes diseñadores de su tiempo. Élisabeth Greffulhe vivió el final del Segundo Imperio, dos repúblicas, dos guerras mundiales, la belle époque y los locos años veinte. Decían que era la mujer más bella de París, en cuerpo y en espíritu. Por supuesto, la retrató el pintor Paul César Helleu. Su charme despegó tras casarse con Henry Greffulhe. Tuvo buen ojo, era conde, y millonario, lo que le permitió dedicarse apasionadamente al mecenazgo. Apoyó a artistas como Rodin, fundó la Societé des Grandes Auditions Musicales, consiguió fondos para la producción y promoción de óperas y de los ballets rusos de Sergei Diaghilev, y ayudó a Marie Curie y Édouard Branly en sus avances científicos.
Contacto con el historiador de moda Olivier Saillard, director del Musée Galliera y comisario de la exposición. “No hemos salvado del olvido a la condesa. Lo que restauramos es su último vestidor, en el cual se entrevé un personaje muy presente en la literatura, pues en efecto la condesa inspiró el personaje de la duquesa de Guermantes”.
Proust, maestro de la autobiografía ficcionada y gran comediante del espíritu, convirtió su amistad con Madame Greffulhe en una de las inspiraciones determinantes de su literatura. Ella es Oriane, la duquesa de Guermantes, presente en todos los tomos, pero protagonista del tercero, ‘El mundo de Guermantes’, mujer que trastoca a un joven Marcel que vigila sus movimientos con celo y controla las horas de sus paseos para hacerse el encontradizo. La duquesa se dejaba ver con estos abrigos de terciopelo, volantes de tul, de gasa, de muselina, con plumas o quimonos, potenciando su silueta, ese prohibido objeto de deseo del narrador, que sufría como el Yago de Shakespeare: “Yo amaba verdaderamente a Mme. Guermantes. La mayor felicidad que hubiese podido pedir a Dios hubiera sido fundir sobre ella todas las calamidades, y que arruinada, desconsiderada y despojada de todos los privilegios que me separaban de ella, sin tener casa donde vivir ni gente que la saludara, viniera a pedirme asilo”.
Observando accesorios, fotografías, vestidos de día y de noche y modelos firmados por Worth, Fortuny, Babani o Lanvin se entiende la alta costura como experiencia artística y que entre los grandes temas de la novela de Proust se encuentren los celos, el esteticismo y el vestido. Y también algo más de Oriane de Guermantes, esa bella aristócrata del Faubourg Saint-Germain, de firme personalidad, coqueta, cruel con su entorno, pero generosa con el lector, que causa preocupaciones, desprecios, placeres e ilusiones ópticas. Ah, tenía razón Harold Bloom cuando decía que “hay muy pocas experiencias tan intensas como la realidad de enamorarse de un heroína y su libro”.
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