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Tribuna
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El último Azaña

Lejos de la vida pública, el presidente de la República dedicó su tiempo en el exilio a escribir sobre las causas de la guerra y de su catastrófico final. Murió hace 75 años, falto de todo poder pero lúcido en su razón y en su palabra

NICOLÁS AZNÁREZ

No hay nada que hacer: con esas palabras terminó Vicente Rojo, general jefe del Estado Mayor Central, su análisis de la situación ante los presidentes de la República y del Gobierno, Manuel Azaña y Juan Negrín, en la reunión que mantuvieron la noche del 28 de enero de 1939 cerca de la frontera francesa. Rojo presentó pocos días después un informe al Consejo de Ministros en el que, “para terminar la guerra de una manera digna”, proponía un plan de rendición muy simple: anunciar la suspensión de hostilidades y enarbolar en todas las unidades bandera blanca a la misma hora. El Gobierno no se atrevió a tomar tal decisión, la guerra continuaba y los reunidos atravesaron el 5 y el 9 de febrero la frontera, Negrín para volver de inmediato a la zona Centro-Sur; Azaña y Rojo, con la firme decisión de no regresar.

Manuel Azaña había insistido, desde que la batalla de Teruel culminó con la llegada de las tropas franquistas al Mediterráneo, en la necesidad de poner fin a la guerra por medio de una mediación internacional. Juan Negrín, sin embargo, mantuvo su política de resistir es vencer planeando en el Ebro una nueva batalla decisiva, de las que valen en teoría para cambiar el curso de una guerra. Pero la singular estrategia de resistir pasando al ataque acabó en un segundo y, ahora sí, decisivo derrumbe del frente republicano, que abrió a Franco las puertas de Cataluña sin encontrar apenas resistencia. Y en este punto, ya no había nada que hacer: la guerra había terminado en derrota para la República.

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Azaña no regresó, pues, a la zona Centro-Sur, y Francia y Gran Bretaña le pusieron en bandeja la ocasión de dimitir cuando reconocieron al general Franco como jefe del nuevo Estado español y procedieron al intercambio de embajadores. Al día siguiente, Azaña dimitió, provocando las iras de quienes aún mantenían la política de resistencia. En la reunión que la Diputación Permanente del Congreso celebró en París el 31 de marzo, Negrín afirmó que la decisión del presidente influyó “de manera decisiva en el proceso de descomposición y rebeldía militar” contra su Gobierno y en el reconocimiento de Franco por parte de Francia y de Inglaterra. Dolores Ibarruri, por su parte, acusó a Azaña de haber traicionado a “este pueblo que durante tres años había estado vertiendo su sangre en defensa de la República”.

No hacían falta estas condenas de los suyos para que, en el bando de sus enemigos, se repitiera lo que de él se venía diciendo de tiempo atrás: que era un engendro espurio, aborto de logias, pervertido, cruel, infame, una bolsa de odios y de fracasos, que alimentaba un orgullo satánico en anónimas jornadas de burócrata oscuro, incapaz de ternura, ajeno a la emoción, dominado por el resentimiento. Un sapo, una hiena, un monstruo de vientre gelatinoso. Y para colmo, un delincuente común, un forajido, un ladrón que huyó de España llevándose un cargamento de joyas y piedras preciosas, de collares y alhajas, varios lingotes de oro y un cofre conteniendo millones de monedas extranjeras.

En la derrota fue determinante la política de no intervención de Francia e Inglaterra

Azaña, mientras tanto, convencido de que la guerra había aniquilado su utilidad política, echó, como él mismo dijo, por el solo camino que le habían dejado: “Un apartamiento radical, del que ha venido a ser símbolo fortuito mi reclusión en esta aldea”, Collonges-sous-Salève, a un paso de la frontera suiza. Hasta allí le llegó noticia de lo que de él decían unos y otros, y hasta allí llegó también la propuesta de firmar, junto al presidente de Cataluña y al presidente de Euskadi, un mensaje que una asociación republicana de amigos de Francia, dividida en tres secciones, española, vasca y catalana, pensaba dirigir al Gobierno francés. Azaña se negó a firmar diciendo que si catalanes y vascos querían continuar en la emigración los costosísimos dislates que habían cometido durante la guerra, allá ellos, y que si pensaban “recobrar la República y hacer la burra nuevamente, sobre la base de las nacionalidades y dels pobles iberiques están lucidos”. Por hacer la burra se refería quizá a los sucesivos memorandos que habían presentado vascos y catalanes al Foreign Office y al Quai d’Orsay en abril, junio y octubre de 1938 con planes de mediación sobre la base de una división territorial de España en cuatro zonas, presentándose ellos como una tercera fuerza, un grupo moderado, “equidistante de los dos elementos extremistas ahora en guerra”. España dividida en cuatro: Cataluña, Euskadi, y los dos Spanish parties now fighting. ¿Un dislate? Sí, y también una continuada deslealtad a la República.

Lejos de la política, dedicó su tiempo a escribir sobre las causas de la guerra y de su catastrófico final: ninguna duda sobre el crimen de lesa patria cometido por los rebeldes, ni lo determinante que fue para su triunfo la ayuda de la Alemania nazi y la Italia fascista, tanto como la ciega política de no intervención de Francia e Inglaterra. Pero ninguna duda tampoco sobre el papel que en la derrota tuvieron “los desmanes, la indisciplina y los fines subalternos” del campo republicano, con la revolución sindical, las divisiones en los partidos y el “eje Bilbao-Barcelona”. El resultado no podía ser más desolador: la República había muerto y nada podría restaurar las condiciones mínimas de convivencia entre españoles “mientras vivan las generaciones actuales”.

Al final de sus días aspiró a que unos cientos de personas dieran fe de que no fue un bandido

Estas fueron solo algunas de las “verdades penosas de decir, ásperas de oír”, que Azaña no ahorraba a sus lectores, convencido de que la historia de la guerra civil, de sus antecedentes y de sus resultados, “será una gigantesca mixtificación, y que las generaciones hoy vivientes nunca conocerán la verdad”, como había escrito a Lafora en plena guerra. Ahora, en el exilio, esa convicción se convirtió en amarga evidencia cuando sintió caer sobre España la mezcla de crueldad y estupidez fundidas en el nuevo régimen, cuyos “amos y rectores incluyen en el generalato a la Virgen de Covadonga y fusilan en nombre de Nuestro Señor Jesucristo”, según escribió a Blanco Amor.

A él también pretendieron fusilarlo. Varios esbirros de Falange, con Pedro Urraca al frente, acecharon la ocasión de secuestrarlo con el propósito de someterlo a un consejo de guerra y llevarlo al paredón, como ya había ocurrido con Lluís Companys, y como ocurrirá con Julián Zugazagoitia, Francisco Cruz Salido y Joan Peiró. Azaña logró escapar de su residencia en Pyla-sur-Mer, con los alemanes pisándole los talones, hasta llegar a Montauban. Allí, en el Hotel de Midi, convertido en un despojo, solo aspira “a que queden unos cientos de personas en el mundo que den fe de que yo no fui un bandido”. Entre ellos quedó el eminente historiador Ramón Carande, que muchos años después decía a sus amigos: hay que leer a Azaña; ustedes, los jóvenes, tienen que leer a Azaña. También a este último Azaña, desaparecido hoy hace 75 años, falto de todo poder, pero tan lúcido como siempre en su razón y en su palabra.

Santos Juliá es historiador.

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