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Columna
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Ruano

Yo le recuerdo y casi le envidio a veces, cuando me da por asumir aquel dictamen de Cioran: “Todo el que no muere joven, merece morir”

Fernando Savater

Enrique Ruano tendría ahora un año menos que yo, porque pese a estar en la misma clase del colegio guardábamos esa diferencia de edad. De modo que hoy sería un viejo, por increíble que me parezca: le recuerdo como la quintaesencia de la juventud, despierto, tocado por la gracia, ingenuo y valeroso. Al contrario de los que vamos decayendo por el conjuro maléfico del tiempo, él permanecerá ya invulnerable en su mocedad definitiva de aquel 20 de enero de 1969 cuando murió en manos de la siniestra Brigada Social del franquismo. Sus verdugos fueron juzgados y absueltos en la confusa generosidad de los primeros años de la democracia (Ana Domínguez Rama, Enrique Ruano, memoria viva de la impunidad del franquismo,ed. Universidad Complutense). La semana pasada se concedió en su Facultad de Derecho la séptima edición de los premios a los derechos humanos que llevan su nombre, distinción que recayó en un trabajo académico sobre los conflictos entre conciencia religiosa y aconfesionalidad cívica y en ACNUR por su trabajo con los refugiados. Dos temas actuales a más no poder.

Un miembro de Podemos esgrimió el retrato de Enrique durante la reciente visita del Rey (que tenía tres años en 1969) al Parlamento de Estrasburgo. A saber lo que pretendía demostrar así. Nadie tiene derecho a aventurar cuáles serían hoy las ideas políticas de Enrique Ruano, si le hubieran dejado vivir. Lo único seguro es su sinceridad democrática y que le implicarían con riesgo personalmente asumido: el postureo de los héroes ambiguos que ponen el pie sobre el toro una vez que ya está apuntillado poco tiene que ver con su talante. Yo le recuerdo y casi le envidio a veces, cuando me da por asumir aquel dictamen de Cioran: “Todo el que no muere joven, merece morir”.

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