Ser español
Los que están contentos de ser españoles no saben el placer masoquista que se pierden tratando de no querer serlo

Se cumple el décimo aniversario de la muerte del periodista Haro Tecglen, ejemplo de español amargado, que necesitaba una calamidad cotidiana para que su prosa brillara como un diamante. Su columna diaria en este periódico era la garita desde la cual disparaba contra los recuelos del fascismo atrincherados en democracia. Su pesimismo congénito le dio autoridad para ser un profeta de nuestro pasado. Actuaba como un maqui perdido en la serranía que nunca aceptó que la guerra había terminado y disparaba contra los aviones que creía de combate cuando en realidad iban cargados de turistas. Se sentía un perdedor nato y en esto no admitía rival: era el perdedor que primero entraba en la meta, otra señal de españolismo depresivo, que es el verdadero. Cánovas del Castillo en el Congreso de los Diputados zanjó el largo debate del artículo sobre la nacionalidad española en el Código Civil de 1889 con esta despectiva afirmación: “Son españoles los que no pueden ser otra cosa”. Desde entonces los españoles se dividen en dos: los cabreados a los que les duele España, la maldicen pero trabajan, y los contentos a los que no les duele nada y cantan pasodobles sombrero en mano. Los que están contentos de ser españoles no saben el placer masoquista que se pierden tratando de no querer serlo. Desde los afrancesados, empezando por Goya que murió exilado en Burdeos, hasta Bergamín que por despecho se hizo proetarra o Berlanga a quien Franco calificó de ser mal español por haber rodado El verdugo, nada más ibérico y racial que gritar: no me da la real gana de ser español. La verdad está en el verso insigne del Mio Cid: “Oh, qué buen vasallo si hubiera buen señor”. En efecto, ese señor tiene la culpa de todo. En este estado cataléptico, saciado de catastrofismo en que está postrado hoy nuestro país, la pluma de Haro hubiera brillado en todo su esplendor.
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