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Tribuna
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Crónica de la otra Europa

La crisis de los refugiados muestra que el continente sigue dividido entre el Este y el Oeste

Monika Zgustova

Durante mi reciente viaje a Praga capté un fragmento de conversación en el Café Louvre: “Que se queden los occidentales con los inmigrantes sirios, sus países son unos balnearios. Pero que nos dejen en paz a los que somos pobres”. La compañera del cincuentón replicó algo con un hilo de voz. Tal vez dijo que Chequia es un país acomodado que, además, recibe mucha ayuda financiera de la Unión Europea y por tanto debería asumir ciertas obligaciones, pero no alcancé a oírla.

La opinión del cincuentón no es excepcional: como una letanía, los checos —y los demás pueblos postcomunistas— no se cansan de repetirla, haciéndose eco de los medios y de la populista élite política. Solo un puñado de disidentes se indignan por el muro que ha construido Hungría para protegerse de los refugiados. La postura de los gobiernos de los países excomunistas es insolidaria, no quieren ceder ante las exigencias de Bruselas que perciben como un “dictado”.

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En un artículo que leí poco antes en The New York Times, Noemi Szeczi, escritora húngara de 39 años, declara: “La Europa del Este no es un hotel de lujo como aquél en el que vive la otra mitad de Europa. El país en el que los húngaros estamos predestinados a pasar nuestras mezquinas y lamentables vidas es la parte del mercado donde se venden baratijas. A menudo he pensado en tirarme bajo un tren, cosa que llevaron a cabo, con éxito, muchos de mis compatriotas”. Szeczi sigue contando que, cuando se encuentra con sus compañeros en una de las tascas de Budapest, tras varias copas los bebedores se quejan “de lo cansados que están de esas cutres pandillas de fugitivos que holgazanean por el centro de la ciudad. ¡Que Dios ayude al presidente Orban a construir su maldita valla!, suspiran tras cuatro cervezas”.

El comentario de Szeczi expresa bien lo que piensan muchos habitantes de esta zona. En las páginas de opinión de sus periódicos se encuentran a docenas declaraciones como esta: “La UE quiere que volvamos a ser solidarios, palabra que solían usar las juventudes comunistas. ¡Pero nosotros queremos ser nosotros, con el derecho a decir ¡No!” (Lidové Noviny). La solidaridad con los refugiados, que pide Occidente y que ellos en su mayoría no están dispuestos a ofrecer, ha generado en ellos una crisis de identidad.

Húngaros, checos, polacos, siempre se han considerado unos luchadores por la libertad, como lo demostraron en el atentado contra Heydrich, la revuelta de 1956 en Budapest, la Primavera de Praga, el movimiento Solidarnosc, la Revolución de Terciopelo y la elección de Havel como presidente. Sin embargo, la otra parte de su identidad es la de un pueblo castigado por la historia: los centroeuropeos experimentan un profundo sentimiento de haber sido víctimas de la historia. Ese victimismo, que se desprende de una cruel realidad histórica, hace que esos países estiren la mano para recibir generosas ayudas de los fondos europeos sin sentirse obligados a ofrecer nada a cambio. A su entender, Europa está en deuda con ellos porque, durante las cuatro décadas que duró el rigor comunista, los dejó desamparados. Si hoy son ellos los que rechazan brindar ayuda a Europa, abanderados por sus gobiernos que mantienen una guerra de trincheras contra Bruselas, es tanto por resentimiento como para no perder el privilegio de ser el “primo desvalido”, o sea el deprimido suicida al que, con cierta dosis de histeria, se refirió Szeczi.

Con Havel desaparecido, no hay políticos de la zona que digan “Je suis un Syrien”. Estos países, antaño abiertos y multiculturales, a los que la limpieza étnica del Holocausto convirtió en homogéneos, tendencia que el comunismo profundizó al encerrarlos, durante medio siglo, a cal y canto, acogieron sin quejas a los refugiados de la exYugoslavia y más recientemente a ucranios, o sea a inmigrantes provenientes de culturas en cierta forma familiares. En su opinión, sin embargo, un musulmán representa un peligro. Según los sondeos, un 80% de eslovacos y un 75% de polacos se muestran hostiles a acoger musulmanes, aunque es cierto que el gobierno polaco, bajo la influencia del presidente del Consejo Europeo Donald Tusk, ha suavizado su posición.

Las crispaciones siguen en esa zona aunque entre todos podrían prestar una significativa ayuda: la República Checa está en la lista de los países más ricos del mundo y la economía de los demás sigue creciendo. La tensión entre ambas Europas pone de manifiesto lo difícil que resulta transformar una sociedad y su mentalidad. La Europa contemporánea sigue dividida en Occidente y el Este.

Monika Zgustova es escritora.

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