La primera cara del VIH
Hudson anunció que tenía sida el 25 de julio de 1985. Fue el primer famoso que lo hizo
A nadie le sorprendió que un día como hoy de hace 30 años falleciera Rock Hudson. El actor, que tenía 59 años, había comunicado el 25 de julio de 1985 que tenía sida desde hacía casi un año y que estaba en un hospital de París tratándoselo. Fue el primer famoso que lo dijo, y supuso un revolcón para los estereotipos que ya acompañaban a la infección. O un medio revolcón. No se trataba de alguien marginal, un consumidor de heroína o de otras sustancias (al menos no se le conocía por eso). El actor, un galán de los años cincuenta y sesenta, alto, fuerte, deportista y guapo –aparte de un intérprete aceptable–, era el primer famoso afectado por el sida. O el primero que lo hacía público.
Su salida del armario fue doble. En una época en que regía la regla de las cuatro h –las personas con sida eran heroinómanos, hemofílicos, homosexuales o haitianos–, Hudson solo era lo tercero. De hecho, salió de los dos armarios de golpe: del de la sexualidad y el del sida. Fue una especie de redención pública, un ataque de honestidad a ultranza de quien fue casado por su estudio con una secretaria, en una de tantas bodas tapadera, en los años cincuenta para ocultar su atracción por los hombres.
La sacudida que supuso su declaración fue solo parcial. A Hudson aún le afectaba el estigma, la tercera h, la de homosexual. Hasta 1991, cuando un heterosexual como el baloncestista Magic Johnson declaró que tenía el VIH, no hubo una auténtica conciencia de que el virus no tenía predilección por gais o heteros. El descubrimiento poco después por el mundo occidental de los estragos que el sida estaba causando en África –precisamente por las relaciones heterosexuales– acabó de derribar esos prejuicios.
Pero eso no le quita mérito a Hudson. El actor acababa de terminar su participación en Dinastía, el culebrón que arrasaba en los ochenta. A toro pasado, su cara afilada sería identificada por cualquiera que haya visto a unas cuantas personas con sida como la lipoatrofia, una pérdida de la grasa facial característica de la enfermedad. Con solo 59 años, el actor estaba visiblemente avejentado, lo que no le impidió interpretar, otra vez, a un seductor. Por cierto que su compañera en la serie, la actriz Linda Evans –la sufriente Krystel–, tuvo un ataque de pánico cuando supo que el actor tenía sida: en aquella época no estaban claras las vías de transmisión del virus, y ellos se habían besado en escena.
El impacto del anuncio de Hudson fue múltiple. Aparte del ejemplo de visibilidad, su popularidad impulsó una fuerte movilización alrededor de la enfermedad. Liderados por Elizabeth Taylor, quien se mantuvo con su amigo hasta el final, proliferaron los actos para recaudar fondos, los mensajes preventivos –no, Linda, el VIH no se transmite besando–. Nadie lo ha medido, pero aquella actividad fue crucial para la evolución de la enfermedad, la primera pandemia retransmitida en directo con resultados espectaculares: en poco más de 15 años se pasó de ignorarlo todo al respecto a identificar la causa y tener un tratamiento que permite controlar, que no curar, la infección. A falta de óscares y otros legados (estuvo nominado por Gigante), el novio cinematográfico de Doris Day dejó un legado que ha contribuido a cambiar la vida de muchas personas: el mensaje de que nadie está a salvo del sida. Y de que hace falta mucho dinero para combatir la enfermedad.
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