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Porque lo digo yo
Columna
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Labordeta

El paso de los años agiganta la condición del cantautor y político como campeón de la decencia intelectual, política y moral. Se le extraña todo el rato

José Antonio Labordeta, en su casa de Zaragoza, en 2008.
José Antonio Labordeta, en su casa de Zaragoza, en 2008.PEDRO HERNÁNDEZ

Este sábado 19 de septiembre se cumplen cinco años de un milagro: Willy Toledo, Federico Jiménez Losantos, el rey Juan Carlos y Joan Tardà, líder de Esquerra Republicana, se pusieron de acuerdo en algo. Los cuatro se deshicieron en elogios hacia un mismo ser humano, José Antonio Labordeta. En Aragón, la tristeza de su muerte derivó en una impactante exhibición de cariño popular. Más de 50.000 personas desfilaron por la capilla ardiente, en el Palacio de la Aljafería. Tampoco es fácil que eso vuelva a suceder.

No ha habido otro aragonés más querido por la gente. Pero no todo el mundo le quiso. Labordeta me contaba que siempre que se cruzaba con José María Aznar en el Congreso amagaba con saludarle pero Aznar ni siquiera le miraba. “Pero qué le habré hecho yo a este hombre”, murmuraba El Abuelo.

El paso de los años agiganta la condición de Labordeta como campeón de la decencia intelectual, política y moral. Se le extraña todo el rato. Por ejemplo, se echa mucho de menos su arte para mezclar, con naturalidad y sin prejuicios, el profundo amor por su tierra con el profundo amor por España, del que dio una lección en Un país en la mochila.

El día de su muerte, Emilio Lacambra, dueño del mítico restaurante Casa Emilio de Zaragoza, le rindió un bonito tributo al desvelar un secreto de Labordeta que sólo conocía él: si un mendigo se le acercaba en la calle, lo enviaba a comer a su restaurante y corría con la cuenta, aunque Emilio le obligó a ir a medias con él. Mi madre de 90 años, fascinada, dice que ya no se puede ser más bueno.

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