El escarabajo del arte contemporáneo
El mexicano Abraham Cruzvillegas es el segundo artista latinoamericano que se enfrenta al desafío de ocupar la Sala de Turbinas de la Tate Modern londinense
Abraham Cruzvillegas (Ciudad de México, 1968) es un artista autodidacta. Lo cual no significa que no haya estudiado, y mucho, pero según un complejo programa educativo que diseñó para sí mismo, ajeno a las escuelas de arte, y que, además del paso por la carrera de Pedagogía, involucró una serie de viajes por el Estado mexicano de Michoacán, de donde es originario su padre, un indígena purépecha, para construir un modelo de aprendizaje “a partir del uso de las manos”. Según relata, anduvo cinco años de comunidad en comunidad, acompañado por su abuela, “para aprender las distintas técnicas artesanales: desde martillar cobre, tejer un sarape o tallar piedra, hasta hacer queso”. Lo que buscaba Cruzvillegas, sin embargo, no era trasladar directamente esos saberes específicos al terreno del arte; más bien se trataba de lograr una comprensión profunda de los procesos productivos artesanales y del papel que desempeñan las manos en la transformación de la materia prima en un objeto con valor, no solo utilitario, sino sobre todo simbólico, “de cosa casi mágica”, añade. Esa experiencia formativa derivó en una obra, realizada en 1993, que ponía en relación, “muy à la Fluxus”, un piano de cola con el telar con el que su abuelo y sus tíos llevaban décadas produciendo gabanes de lana. Los dos instrumentos –uno para hacer música; el otro, abrigos– aparecían conectados por una manta larguísima tejida por él mismo con lana de ovejas negras.
Así que, además de las lecturas de Heidegger, Freire o Lévi-Strauss, de una tesis escrita en torno al proyecto educativo de Joseph Beuys y de algunas clases sueltas de historia del arte y de dibujo, los viajes de la mano de su abuela –“que fue como un Virgilio, pues no es fácil que te dejen entrar a las comunidades indígenas. Eres visto como un turista”–ayudaron a Cruzvillegas a formular el modelo de trabajo en el que basaría sus investigaciones: “Siento que no he soltado la preponderancia del proceso de aprendizaje de esos años: cómo seguir aprendiendo como premisa principal”. Y por eso, frente a algunas de sus piezas, uno puede tener la sensación de asistir a una suerte de lección de anatomía, pues a tal punto está puesta aquí en duda la noción de obra acabada que por momentos parecería que el artista ha diseccionado sus esculturas para mostrarnos más el funcionamiento que una fina envoltura. Algo parecido a la vista que nos ofrece un reloj que ha sido abierto y que, sin embargo, sigue marchando. Aquí tampoco la maquinaria se detiene, como si la escultura estuviera en vías de construirse a sí misma frente a nuestros ojos. Sus obras tienen también un aire de prototipos experimentales: aparatos que el aprendiz perpetuo construye, con lo que tiene a mano, para demostrar alguna conjetura (le gusta decir que su trabajo en realidad consiste casi únicamente en hacerse preguntas). Solo que, al contrario de lustrosos robots, lo que vemos aquí es la manera en que materiales en desuso –cajas de cartón, muebles, latas, palos de escoba, botellas, pedazos de madera– recobran un sentido práctico –piezas organizadas para sostener una estructura– según una estética de la improvisación y el amontonamiento.
El proceso que lleva a la obra puede llegar a ser muy largo, “porque, como el escarabajo”, explica Cruzvillegas, “primero acumulo y acumulo y acumulo, hasta que en algún punto hago uso de algo de eso, pero porque lo necesito: un alambre me puede servir para amarrar dos cosas o un zapato para atorar una caja, por ejemplo. Pero no hay una estrategia, en el sentido de que vaya al estudio y haga un boceto de lo que voy a hacer”. Más bien lo que hay es un trabajo cercano al del arquitecto: muchas veces de lo que se trata es de ir sumando capas o pisos. “En mi estudio juego con los objetos, los apilo, un poco como un Jenga, y cuando están a punto de caerse, ahí me detengo. Me gusta esa inestabilidad provocada, esos juegos de equilibrio, totalmente a propósito”. Todo esto tiene lugar en la planta alta de una casa de la colonia Guadalupe Tepeyac, al norte de Ciudad de México, a la que el artista se desplaza (tarda una hora en coche, por lo menos) tomando el camino que lleva a la famosa basílica de Guadalupe. En ese segundo piso, él y sus asistentes llevan a cabo labores diversas: desde las propias del escarabajo recolector –que hace cuidadoso acopio de reservas– hasta las del pintor –que, por ejemplo, cubre de acrílico la superficie de los papeles que la vida le va dejando (servilletas, sobres, notas de gastos, boletos de tren, envoltorios, recortes de periódicos)–. Por ahora, sin embargo, Cruzvillegas pasa más tiempo en su casa, en el barrio de San Miguel Chapultepec, debido a la llegada de su segundo hijo. Así que su mesa de trabajo está hoy llena de elementos contradictorios: libros y cuadernos junto al cojín y la manta para que el bebé haga la siesta. Nada que preocupe al artista, desde luego: su tema es precisamente lo caótica y fragmentaria que puede ser, a veces, la vida.
Y si sus esculturas parecen más los cimientos que el cascarón es porque, a grandes rasgos, eso es lo que está en la base de lo que Cruzvillegas llama “autoconstrucción”; un postulado que, dice, “tiene que ver con el desarrollo del capitalismo, con la modernidad entendida como consumo. He hecho propios estatutos de un discurso artístico de una generación anterior, que no tienen que ver con un arte proveniente del consumo, sino de la idea de reciclar”. Sin embargo, a diferencia, por ejemplo, del arte povera, que buscaba deteriorar la experiencia del objeto dentro de la cultura de consumo de las galerías de arte, Cruzvillegas usa la precariedad para producir otro tipo de tensión, al retomar una serie de operaciones que más que del arte provienen del contexto en el que creció: una colonia que migrantes rurales –pioneros, los llama él– en busca de mejores oportunidades de vida establecieron en los sesenta sobre un terreno cubierto de roca volcánica a las entonces orillas de Ciudad de México. Allí, como en tantos otros asentamientos incrustados en los mapas oficiales de las grandes metrópolis del mundo, las casas se autoconstruyen de una manera intuitiva en “un momento en que se cruzan la voluntad visual, la urgencia del confort, el ingenio funcional y la escasez monetaria”.
No cabe duda de que haber vivido en una casa en permanente autoconstrucción lo inspiró para incorporar en su trabajo algo de ese espíritu constructivo orgánico. Décadas de añadiduras, modificaciones y ajustes paulatinos que terminaron siendo “materia prima de una observación práctica”. Pero, como ha dicho varias veces, no es que le interese “presentar modelos de arquitectura de la gente pobre” para el público de los museos o las bienales. Más bien la idea es producir un tipo de escultura que podríamos llamar de circunstancia: pues no es resultado de un diseño previo, sino de la pura contingencia y la capacidad para trabajar con lo que hay. En ese sentido, la autoconstrucción se refiere específicamente a una estética de la creatividad en condiciones restrictivas. Cómo construir algo sin consumir es la cuestión aquí.
Ciertamente, algo parecido a un estilo se deriva del principio estructural de las casas autoconstruidas, pues como los volúmenes se añaden a lo largo del tiempo, sin planeación alguna, la apariencia suele ser disparatada. Pero esto se debe a que las soluciones dependen, a decir de Cruzvillegas, de “necesidades y situaciones concretas, como hacer una nueva habitación, modificar un techo, mejorar o cancelar un espacio”. De ahí que a una pared de ladrillos pueda seguir otra pintada de rosa; que los marcos de las ventanas sean muchas veces distintos, o que las varillas queden a la vista, para reanudar la edificación en un mejor momento. Y sin que sus esculturas sean espejos directos de esta lógica visual tendente a lo heteróclito, sí remiten vagamente a ella, a través de la acumulación de materiales con propiedades diversas y paradójicas. Texturas, tamaños, densidades, superficies y colores distintos que, no obstante, hablan solo tangencialmente de arquitectura, pues lo suyo es demostrar que “la actividad humana produce forma”.
“Es cursi, si quieres, pues hay un grado muy alto de optimismo”, reconoce el artista, “porque está vinculado a la esperanza, por lo menos en el ambiente en que crecí. Tal vez no tienes dinero, pero tienes otro capital. Un capital mucho más cálido que el monetario, y que en lo que toca a construir una casa significa mucho, porque no necesitas un arquitecto, no necesitas un presupuesto, no necesitas planeación, no necesitas permiso. El capital, siendo distinto, se hace entonces inmenso”.
Un capital que pondrá nuevamente a prueba a partir del 13 de octubre, cuando inaugure el proyecto que ya prepara para la Sala de Turbinas que le ha encargado la Tate Modern de Londres. Cruzvillegas será el segundo artista latinoamericano, después de Doris Salcedo, en enfrentarse a tamaño desafío. La aproximación, sin embargo, será parecida a la de sus trabajos anteriores, solo que con una hipótesis un poco más extrema. “Incluso en las peores circunstancias, algo puede suceder”. La cosa, entonces, será ver si sucede, y qué sucede, a partir de poner en juego las condiciones mínimas –y casi hostiles– en las que podría gestarse, o no, esa esperanza de la que habla.
elpaissemanal@elpais.es
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