Montalvo
‘El gran Jaime’ tenía tantas ganas de vivir que había dejado de escuchar la verdad para escucharse a sí mismo
Cada noche de aquel verano Miguel Barreiro se encerraba a estudiar hasta que veía mi coche acercándose sin luces como una planeadora. Dejaba en la cama la almohada a modo de cuerpo y una nota: “Si estás leyendo esto, papá, significa que he salido un momento”. Escapábamos todos los días sin dinero, rompíamos copas vacías alegando que estaban llenas para que sirviesen nuevas rondas y terminábamos de día bailando descalzos en La Manga, encima de la playa de Montalvo. Papá leía siempre la nota, y al mediodía seguía la misma rutina: primero levantaba las persianas para que entrase el sol y después abría los armarios para vaciarlos de chicas que preguntaban, cándidas, si había desayuno. Aquel verano terminó el último día de agosto: nos despedimos en la puerta de La Manga y nos pusimos a hacer dedo, cada uno en dirección contraria. Le pararon a él primero y se fue corriendo dando saltos de alegría hacia el coche. De pronto se frenó en seco, dio la vuelta y subió las escaleras del after perseguido por el conductor: le había parado su padre.
De aquella fauna de Montalvo y Pontevedra, de mis hermanos de sangre, era él, Jaime Barreiro Gens, el que lidiaba con la peor parte: por ser su casa un remedo de la de Gatsby, escenario de fiestas inverosímiles, y por ser su hijo Miguel una especie de caudillo del grupo, el más brillante y vago estudiante, el seductor carismático de mujeres y hombres; fue de todos el que llegó más lejos, el que llegó más alto y el que se quedó, voluntariamente, más solo. Al contrario que Gatsby él no tuvo que inventarse a un padre: Jaime era un hombre guapo con un pasado novelesco, cura enamorado, desertor de la iglesia, maestro de escuela y padre de tres hijos que se quedó pronto sin mujer. Nos llevaba al timón camino a la isla de Ons dándonos órdenes a gritos en su velero Montalvo como si se avecinase un abordaje.
Ha pasado media vida ya, y las que quedan.
Hace unos días, en la orilla de Bascuas, Miguel me contó que a su padre, al gran Jaime, el doctor sólo le podía ofrecer cuidados paliativos. La conclusión del enfermo fue que debía de ponerse fuerte para una quimio inexistente, y empleó sus últimos días en hacer largos en una piscina sin agua como un hermoso salvaje. Tenía tantas ganas de vivir que había dejado de escuchar la verdad para escucharse a sí mismo, y aquella voz no aceptaba una derrota ni un martirio porque de repente entendió, en un momento de grandeza, que la muerte se la creen los muertos. Se fue el lunes, último día de agosto, con una orden clara: sus cenizas se echarían al Atlántico, el mar del color de sus ojos, su mar y el nuestro.
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