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magia
Columna
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El abracadabra hay que sudarlo

En la magia hay engaño, pero, a diferencia de la brujería o la estafa, el espectador sabe que está siendo burlado por un truco

Tomàs Delclós

El icono más tópico sobre la magia es el de un caballero trajeado sacando un conejo de la chistera que estaba vacía. No está acreditado documentalmente, pero más de un libro atribuye el protagonismo de este animalito lagomorfo al episodio protagonizado por la señora Mary Toft (1701-1763), que en 1726 aseguró haber parido varios. Lo que dio renombre a la dama fue que unos cuantos médicos, entre ellos uno de la corte del rey Jorge I, certificaron la autenticidad del alumbramiento. Toft confesó finalmente la patraña, pero la notoriedad del suceso resultó imborrable. Y aunque el sombrero de copa no se inventó hasta 1797, algunos estudiosos no descartan que el mago Isaac Fawkes (circa 1675-1732) parodiara el evento sacando conejos de un tricornio.

En la magia hay engaño, pero, a diferencia de la brujería o la estafa, el espectador sabe que está siendo burlado por un truco. Y como decía el poeta Joan Brossa, se trata de un espectáculo para un público inteligente que no tiene necesidad de poner a prueba su inteligencia y se deja engañar tranquilamente. En cambio, quien no esté seguro de sí mismo buscará todo el rato pescar el truco para que no le tomen por tonto. René Lavand (1928-2015), el gran mago argentino, y manco, sostenía que no se trata de desafiar al público a ver quién es capaz de descubrir el truco. “Solo pretendo lograr emociones”, decía.

Algunos grandes magos han mantenido vibrantes combates contra la superchería. El francés Robert Houdin (1805-1871), relojero, fabricante de autómatas y padre de la magia moderna, a la que sacó de las calles y las ferias para subirla a los escenarios, en su libro Magia y física recreativa, ataca a dos hermanos espiritistas estadounidenses de gira por París explicando la tramoya de sus sesiones. Otro gran combatiente contra la superchería fue Harry Houdini (1874-1926). Puso a prueba y desenmascaró a varios célebres espiritistas y mantuvo una larga discusión con Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, un fanático crédulo en los contactos sobrenaturales. “Sir Arthur cree que tengo grandes poderes de médium y que algunas de mis hazañas las hago con la ayuda de espíritus”, escribió. “Todo lo que yo hago se logra gracias a medios humanamente posibles, sin importar lo desconcertante que sea para el profano”.

El cine y los efectos especiales hicieron que el público reclamara a los magos prodigios de más envergadura

Mientras los ilusionistas huyen de nigromantes y pitonisas, los científicos se acercan a la magia. Por ejemplo, la neuróloga Susana Martínez-Conde. Trabaja en Arizona, y en el libro Los engaños de la mente, de la que es coautora, lo explica: “Inventamos gran parte de lo que vemos para los huecos de las escenas vividas que el cerebro no puede procesar”. Martínez-Conde cita una recomendación de Arturo de Ascanio (1929-1997), padre de la cartomagia española: demorar el tiempo entre la realización del truco y la presentación del efecto para que el público tenga más dificultad para establecer una relación causal. Los magos no engañan al ojo, engañan al cerebro. La técnica de los trucos evoluciona con el tiempo para hacerlos cada vez más inverosímiles. Por ejemplo, la ilusión de la mujer aserrada que presentaba en 1921 P. T. Selbit (1881-1938) fue desarrollada por Horace Goldin (1873-1939), quien retiró la caja que ocultaba el cuerpo de la asistente y añadió más espectáculo usando una sierra circular. Muchas veces es difícil establecer quién inventó qué, y algunos magos, como Goldin, se cansaron de acudir a los tribunales reclamando la propiedad intelectual de sus trucos. Patentar uno exige documentarlo. 

La historia de los trucos también es la historia del espionaje y del robo. Harry Kellar (1849-1922) tenía un magnífico número de mujer levitando, pero algunos textos explican que lo consiguió sobornando a un ayudante de John Nevil Maskelyne (1839-1917), que lo tenía en su repertorio. Le suministró dibujos sobre el cableado necesario para recrear el efecto. Pero Kellar probó su propia medicina: Carter el Grande (1874-1936) fichó a dos ayudantes suyos que le llevaron una copia del secreto de la levitación.

La aparición del cine y los efectos especiales hizo que el público reclamara a los magos prodigios de más envergadura. Algo que tenía sus peligros. El Gran Lafayette (1871-1911) presentaba un monumental espectáculo en Edimburgo cuando una lámpara provocó un incendio. Fallecieron 10 miembros de la compañía. Entre los cadáveres se identificó por la vestimenta a Lafayette, pero dos días más tarde, en las tareas de desescombro, apareció otro cuerpo vestido igual. Algunos detalles permitieron certificar que este era el cadáver del mago y que el primero correspondía a un doble de Lafayette, imprescindible para determinadas ilusiones. El norteamericano Chung Ling Soo (1861-1918) murió en Londres al fallar el truco de La bala atrapada. El propio Houdini, que había descrito la muerte de tragasables, falleció en un accidente laboral. Tras un espectáculo en Montreal, unos jóvenes le retaron a recibir una serie de puñetazos en el abdomen para demostrar su legendaria fuerza. Houdini aceptó, pero el primer puñetazo llegó sin que él estuviera preparado. Pese a los dolores y la fiebre, siguió con sus actuaciones unos pocos días, hasta que un desmayo aconsejó llevarlo al hospital. Falleció de peritonitis.

La historia de la magia alberga muchos nombres. Gema Navarro, con la colaboración de Juan Tamariz, está en la tarea de publicar la historia de las magas, a las que se ha prestado muy poca atención. También son muchos los géneros. Desde el mentalismo a los grandes aparatos. Y… la magia de cerca, en la que parecen violarse las leyes del universo en una simple mesilla donde las manos (27 huesos y 19 músculos cada una) crean asombrosas ilusiones. Pero eso pide mucho trabajo. Lean las tareas que exige un breve movimiento de cartas descrito en el libro El placer de la magia, de Miguel Gómez, quien realiza juegos increíbles con los naipes: “Al levantar el paquete, comienza a girar la mano palma hacia arriba. Este es el momento en que las cartas empalmadas pueden quedar expuestas. Para evitarlo, estira por completo el dedo índice, apoya su falangeta contra la esquina exterior izquierda del paquete y cierra la horca del pulgar apoyando este dedo contra el costado del nudillo del índice”. En definitiva: el abracadabra hay que sudarlo.

elpaissemanal@elpais.com

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