Todo un watergate
Cuando volvió a la ciudad con dos licenciaturas su padre movió los hilos para que tuviese el mejor empleo posible
El mejor recuerdo que tengo de los 19 años es la vuelta de casa de Mariña Martín. Era siempre en invierno, alrededor de las ocho de la tarde. Cuando la dejaba en el portal había un morreo generalizado de veinte minutos, muchos tequieros poniéndolo todo perdido, y después yo regresaba cruzando el puente de A Barca. Esos paseos que hacía solo duraron tres años y eran lo que más me gustaba de la relación. De hecho, cuando terminamos, lo primero que hice fue salir con una vecina suya. Entonces estaba todo por hacer, tanto respecto a Mariña Martín como respecto a mí, y nos creíamos de verdad lo que nos decíamos: que nunca habría nadie, que nunca terminaría nada, que todo era para siempre. Había algo en aquel amor de la virginidad con que nos asomábamos a los amigos: la sensación de que no traerían problemas sino que los espantarían, y que podríamos vivir con ellos toda la vida. Esa capacidad de reproducción de fidelidades fue lo que más me sorprendió después de Mariña Martín: con los años volví a creerme todo otra vez y fui todo lo lejos que se puede ir, y deposité en los nuevos amigos la misma confianza y la misma lealtad que en los viejos, aunque en los últimos sobreviva la experiencia de primeros pobladores, la memoria de los primeros hombres que fueron juntos a todas las cosas como si fuesen la Antártida.
En ese puente yo había planeado mi futuro con la misma delicadeza de quien planeaba una guerra. Y como tengo mucha imaginación, todas las tardes había algo diferente: a veces me convertía en aviador, en otras tenista tardío. Al final, en un tormentoso giro de los acontecimientos, tendría que levantar la admiración de mi Mariña siendo redactor del nuevo periódico de la ciudad, ese imparable artefacto sin noticias del director Ventín. Ni siquiera me había tocado en suerte el Diario de Pontevedra, donde había trabajado mi abuelo y donde esperaba mi familia que fuese a heredar la máquina y la suscripción.
Al otro lado del puente de A Barca me esperaba el agente municipal Rubén Bolas. Lo habíamos dejado Ventín y yo ante un cadáver que no era, seguros de que nunca habría una noticia en agosto. Ahora agitaba una hojita ridícula en la que había levantado acta, ni más ni menos, de una siesta.
—¿Decimos que lo resucité partiéndole la pierna?
Pero el agente quería hablar. Tenía, dijo, “noticias extraoficiales”. Era lo que me faltaba: no publicábamos las notas de prensa como para publicar las filtraciones.
Bolas cogió aire. El chico que apareció tumbado cerca de aquellas chabolas era un varón de 33 años con síntomas de embriaguez, dijo adoptando un lenguaje absurdo. Su familia había dedicado todos los recursos del mundo a que el chico se formase en el extranjero y aprendiese los idiomas que pudiese, incluido el español. Cuando volvió a Pontevedra con dos licenciaturas su padre empezó a mover los hilos para que tuviese el mejor empleo posible. Se saltó convocatorias de empleo público, sobornó funcionarios del Ayuntamiento, se reunió en gasolineras. Aquel esfuerzo embaucador que le llevó meses terminó cuando por fin la alcaldesa le confió que al chaval, tras todas las gestiones, se le podría enchufar de jardinero. Así que durante ese tiempo el chico había asistido lívido al espectáculo de su padre sacando de la cama a ministros y pegando voces para que él, de vuelta de Georgetown, pudiese trabajar en las rotondas.
A Bolas le divertía la historia. No sé por qué, al fin y al cabo él también decía que jugaba en el Athletic de Bilbao y en su tiempo libre ponía multas en Pontevedra. A mí, sin embargo, me pareció tan fantástica que por más que pensaba no encontraba el modo de publicarla. Imaginaba la cara de terror de Ventín:
—¿Una trama de enchufismo mal enfocado? ¿Un nepotismo poco práctico? ¿Y esto lo tiene alguien más?
No, no podría contárselo. Tampoco me veía con fuerzas. Dibujaba en mi cabeza paralelismos y metáforas que transmitiesen a Mariña Martín que en realidad la siesta de un imbécil era una declaración de amor por ella. Ni a mí ni a Ventín nos interesaba una crónica tan atractiva, tan enrevesada, que implicaría una noticia convertida en viral, porque si algo gusta de los periódicos son las noticias de gilipollas ejerciendo.
Encontré de frente al director en la máquina de las chocolatinas. Estaba de buen humor: la paginación había bajado a 20 páginas, había enviado a un redactor a Bulgaria a cubrir un partido de hockey de ese país contra Escocia (“pero confirma que es amistoso”) y el periódico abriría anunciando que dentro de un mes llegaría el invierno. Informar del tiempo era algo que volvía loco a Ventín: su proyecto de informar del clima del día anterior tenía visos de ampliarse; ambicionaba una hemeroteca.
—¿Cómo va el articulo de la siesta? —preguntó—. Conozco a uno en la Unidad del Sueño, por si no quiere hablar con él.
—Fue una siesta de lo más normal. Duró lo que duran habitualmente, según un neurólogo. También hablé con un paisajista: ha dicho que la vista de la ciudad desde ese punto no tiene nada de extraordinario. La jeringuilla no era de él. La hora de la siesta es la tradicional y un meteorólogo ha dicho que el sol estaba en ese punto agradable en que adormece. Le diré más: el chico es jardinero municipal y, no se lo va a creer, estudió un módulo de jardinería.
—Pues vaya, qué temazo.
Le temblaban los labios cuando se metió en el despacho. Llamó a los subdirectores: quería poner a más gente trabajando en aquel asunto. Aquello era, en su prodigiosa cabeza, todo un watergate.
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