El poder del vodka
En la Unión Soviética, el duelo Kárpov-Kaspárov era el combate más importante del ajedrez


En 1986 podía ser casi imposible que un extranjero viajase de Leningrado (hoy San Petersburgo) a Riga (576 kilómetros). Ese problema me incomodó mucho durante la cobertura del tercer duelo Kárpov-Kaspárov. Su solución fue harto peculiar, y se basó en el vodka y en un agente del KGB.
Alfredo Relaño, entonces redactor jefe de Deportes de EL PAÍS y hoy director del As, me encargó que aprovechase algún día de descanso en Leningrado para hacer un reportaje en Riga sobre otro duelo, Yusúpov-Sokólov. La idea era subrayar el enorme contraste entre dos grandes estrellas y otros dos ajedrecistas de élite casi desconocidos para el gran público. En teoría, muy fácil. Pero pronto descubrí que no podía hacerlo porque al solicitar el visado para la Unión Soviética (URSS) solo había escrito “Moscú y Leningrado”, lo que implicaba la prohibición de ir a otra ciudad.
Llevaba un año colaborando con el periódico y ganándome su confianza como enviado especial; por tanto, la palabra imposible no estaba en mi vocabulario. Además, los dos meses y medio que había pasado en Moscú en 1985 para cubrir el segundo duelo entre las dos K deberían ayudarme. El ajedrez en la URSS movía una maquinaria gigantesca, y yo era ya muy conocido allí.
Pero el método normal no funcionó. La persona que se encargaba de ese tipo de asuntos era una chica adscrita al Comité de Deportes que tenía su oficina en la recepción del hotel Leningrado. Fui lo más simpático que pude, y recurrí incluso al regalo usual para lograr pequeños favores en la URSS, un frasquito de perfume, pero nada; por alguna razón, fue inútil. Había pasado un mes. ¿Cómo iba a explicarle mi inutilidad a Alfredo?
Estaba yo sentado en el vestíbulo del hotel, rumiando mi desazón, cuando vi entrar por la puerta giratoria a un conocido agente del KGB a quien llamaré Mijaíl para no causarle incomodidades 29 años después. Él había sido el encargado de vigilar a los periodistas extranjeros durante los dos meses y medio del Mundial de 1985. Cinco segundos después de verle se me encendió la bombilla: a Mijaíl le gustaba mucho el vodka; y otro Mijaíl, Gorbachov, había restringido su producción y venta para luchar contra el alcoholismo, que era allí (y sigue siendo) un problema gravísimo. Fui a una tienda donde, como extranjero, no tuve problema para comprar dos botellas de la mejor marca, Zolotoe Koltso (anillos de oro). La chica de recepción me dio el número de habitación de Mijaíl. Subí, con mi regalo en una discreta bolsa de plástico, y llamé a la puerta.
El ajedrez en la URSS movía una maquinaria gigantesca
Mijaíl abrió y sonrió al verme, pero interrumpió bruscamente mi primera frase –“te traigo un pequeño detalle como agradecimiento por…”– con gestos muy elocuentes de sus dos dedos índice: primero se los llevó a los labios, luego a los oídos y después señaló al techo. Yo quedé estupefacto: ¡un agente del KGB me estaba diciendo que en su habitación había micrófonos! Pero él se hizo cargo de la situación: “Pasa, por favor, es un placer volver a verte”.
Pocos minutos después llegó la pregunta clave: “Supongo, Leontxo, que esta vez no tienes ningún problema; tú ya eres casi de la familia”. Le expliqué mis cuitas, llamó por teléfono (a la chica del perfume, según supe después), echó una bronca monumental, colgó de golpe y sentenció: “A las 17.00 tendrás tu visado para Riga”.
El epílogo de la historia es muy significativo: cuando aterricé en Riga tenía un coche oficial y tres personas esperándome al pie del avión para llevarme a una suite del mejor hotel. Alfredo nunca supo –hasta hoy– el gran poder del vodka.
elpaissemanal@elpais.es
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