Donde esté una magdalena, que se quite un 'cupcake'
¿Tiene la repostería multicolor las horas contadas?
Hasta hace bien poco, pensaba que eran de mentira, que simplemente eran reproducciones imposibles que los pasteleros hacían con plastilina. Nunca he sido capaz de concebir cómo es posible que lo apetecible se asocie a un "algo" pringado con una crema azul pitufo y coronado con brillantes perlas plateadas ¿De verdad eso se come? Pues sí. Pero, ¿por qué?.
Y sobre todo, ¿qué es?
El cupcake se inventó hace un par de siglos, cuando una iluminada decidió hacer tartas individuales en tazas que, a su vez, podía personalizar. Y una cosa que sí ha cambiado desde entonces es la ingente cantidad de azúcar y grasas que abunda en sus ingredientes. Estos últimos quince años han sido decisivos para rescatar del baúl de los recuerdos y casi volver a enterrar semejante festín pornográfico de la cocina multicolor. El cupcake renace de sus cenizas convertido en algo similar a una magdalena con más colores que una gala de Operación Triunfo, casi igual de indigesto que un reality show de supervivencia y que engorda desde el otro lado del escaparate con tan sólo mirarlo.
Magdalena parece, pero no lo es. Y es que un cupcake no es ni por asomo una magdalena decorada o un muffin. Su masa pretende ser como la de las tartas que compramos en las pastelerías, un bizcocho que algunos somos incapaces de apreciar con la semejante obscenidad de "movidas" que le echan por encima, todas a base de mantequilla, nata, más azúcar, jarabes, etc. Vamo,s que el resultado es una bomba de calorías que sabe a azúcar, mantequilla y a infinidad de aromas artificiales.
¿Y esas meriendas a lo Maria Antonieta?
Pero no penséis que el cupcake ha sido la única víctima de esos mercenarios del azúcar que pertenecen a la industria del dulce. De repente se pusieron de moda en España otros dulces que aquí casi desconocíamos y que existen desde hace siglos, como los pancakes o las berlinesas. Pero el travestismo culinario más flipante ha sido el de los macarons, esas galletas de colorines con rellenos imposibles que se supone que son "finas". Lo que inicialmente se concibió hace más de tres siglos como unas deliciosas galletas rellenas, ha terminado sucumbiendo a la nueva pastelería criminal de lo artificioso, convirtiéndose en una especie de pastel grasiento con dos galletas teñidas con colorantes artificiales y sabores de bote.
Es inquietante ver cómo muchas madres incluso las compran para las meriendas de sus niños (¿nos hemos vuelto locos? ¿Es que ya no existe la fruta?) También inundan las presentaciones de empresa o las sobremesas de los sitios elegantes, básicamente, porque es lo que está de moda.
Particularmente, me parece una marcianada poner de moda algo que ni es sano, ni está rico, ni tiene un precio razonable. Y esa es otra, el precio, porque comprar estos dulces no es apto para todos los públicos si lo comparamos con un brazo de gitano de toda la vida; más barato, más apetecible, más sano y, por qué no, más nuestro.
Yo no compro en la pastelería; compro en la "bakery"
Somos tan sumamente molones que aunque no sepamos inglés compramos en una bakery los mejores cupcakes con un frosting amazing todo lo asap que podamos para no quedarnos sin ellos y acabar como lo más mainstream de nuestro Instagram. Entrar en un templo de esos bautizados como "repostería creativa" (tienda de cupcakes, vaya) es zambullirse en las fosas marianas del malenismo. Colores pastel y manteles de cuadro vichy te reciben en un local que huele a mantequilla y cereza y que ofrece todo un catálogo de dulces imposibles no aptos para todos los paladares. En muchas ocasiones tienes la sensación de estar dentro de una escena de Pleasantville, que de repente todo se va a quedar en blanco y negro y que no tienes escapatoria, no podrás salir de ahí y todo el mundo te observará con cara de recelo maligno.
Haciendo de tripas corazón, intentas ver la suculencia entre las cremas de colores chillones que le echan a los pasteles, pensando que Willy Wonka podría aparecer en cualquier momento con un kalashnikov y acabar de una vez. Y lo que más asusta ya no es el precio, ni las incontables calorías que vamos a meter en el cuerpo. No, el terror mayúsculo está en el fondo del local, donde un equipo de hooligans del pastel moderno se han reunido a golpe de cacareo y blog con temas azul turquesa y malva, a las cinco de la tarde en el taller de cupcakes de la trastienda. Es en ese momento cuando te das cuenta de que tienes más que ver con Miércoles Adams que con todo ese rollo. Y entonces, huyes.
A mí denme magdalenas y sobaos.
Entiendo que lo primero que hay que hacer es respetar los gustos de cada uno. Del mismo modo que los demás han de respetar los tuyos. Pero en los últimos años estamos asistiendo al cierre de muchos de estos locales de cocina creativa, y se está relanzando la bollería de toda la vida en las panaderías de siempre. No celebro el cierre de los negocios pero sí el de rescatar los valores de toda la vida, entre ellos la gastronomía tradicional.
Magdalenas, mojicones y sobaos pasiegos han sido protagonistas en nuestros desayunos desde siempre. ¿Se puede desayunar con un cupcake? Pues no. No se puede mojar, porque el que ose hacerlo convertirá el café en su particular Costa da Morte gracias a un chapapote en forma de crema de mantequilla. Además que no es cómodo, ni limpio (tiende a pringar bastante). Para cómodo el sobao, que es como el sushi de la repostería, un bollito con un sabor inimitable y que cabe entero en la boca. Y ya que el macaron original es casi imposible encontrarlo, yo propongo sustituirlo por perrunillas, tejas u hojuelas, que con casi toda seguridad las podéis encontrar en la tienda del barrio o en el súper dependiendo de la zona en la que viváis.
Y sí, la bollería industrial ha hecho mucho daño, pero la tontería y el moderneo son peores. Mientras la tele nos apedrea con programas en los que se hacen estas cosas y se compite por ver quién es el más cromático repostero, los supermercados ponen a la venta auténticos kits de la señorita Pepis del bollerío. Pero algunos preferimos la magdalena de toda la vida, la tarta de Santiago o la perrunilla. Da gusto desayunar en una cafetería de barrio y que te pongan tu magdalena bien grande y a correr. Es maravilloso poder mojar esa sabrosura, notar su esponjosidad y recordar a nuestras abuelas, que incluso las rellenaban de mermelada ¡Qué atrevidas! Del mismo modo que disfrutamos de un café mojando una porra del tamaño de la rama de un baobab, aun sabiendo que la única línea que queremos guardar es la curva, pero con la certeza de que es natural.
Y una última cosa: un cupcake tiene más calorías que tres cervezas. Yo ya he escogido
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