Con amigos así…
La esposa de Pollard dijo que espiar a EE UU era su “obligación moral como judíos, como seres humanos”
Estos días, aquí en Tel Aviv, su cara –su barba espesa, su calva pelilarga, sus gafas redonditas– asoma en todos los periódicos. Su cara –la cara de las fotos– ya tiene casi 20 años: nadie sabe cómo es su cara ahora. Su nombre, en cambio, sigue siendo el mismo, pero ya no suena demasiado; hace tres décadas, cuando lo arrestaron, fue noticia mundial, sorpresa, escándalo.
Pollard está a punto de cumplir 30 años en la cárcel
Jonathan Jay Pollard nació en 1954 en Galveston, Texas, clase media judía. A sus 22 se graduó en ciencias políticas en Stanford; a sus 24 quiso entrar en la CIA pero lo rechazaron porque el detector de mentiras descubrió que había fumado marihuana. La inteligencia naval, en cambio, lo contrató, porque la CIA no le quiso abrir su información. Pollard se casó, trabajaba, vivía con lo justo. Nadie lo dice –porque arruinaría tantas películas, tantos libros– pero los espías ganan poco; por eso tentarlos nunca cuesta demasiado caro. Pollard, además, quería tener algo que contar y, a ser posible, convertirse en héroe: en 1984 empezó a pasar información militar a un agente israelí. Después diría que lo hacía por convicción; para apuntalarla recibió unos miles de dólares, un puñado de joyas.
La fiesta duró un año. Tampoco suele decirse –porque también arruinaría– pero los agentes dobles suelen caer por torpes, descuidados. Pueden espiar porque son personas de las que nadie sospecha; en cuanto alguien lo hace, los descubre. Un sábado, la oficina vacía, un colega notó que Pollard tenía en su escritorio varias carpetas que no correspondían. El lunes empezaron los interrogatorios.
Fueron, al principio, amables: quizá todo fuese una confusión, sólo que Pollard se contradecía demasiado. Cuando ya estaban convencidos de que espiaba, sus interrogadores seguían sin entender para quién: sospechaban, por supuesto, de la URSS. Hasta que un día de noviembre, 1985, Pollard y su esposa intentaron refugiarse en la Embajada de Israel en Washington. La custodia no los dejó entrar –por orden superior– y el FBI los detuvo allí mismo. Fue un escándalo mayor: Estados Unidos e Israel eran aliados íntimos, y –entonces, todavía– se suponía que los amigos no se espían.
Así que los israelíes negaron con denuedo: a lo sumo, dijeron, sería una iniciativa individual, no autorizada. Pollard, en cambio, se presentaba como un héroe hebreo: Estados Unidos, dijo, escondía demasiada información que Israel precisaba. Y su esposa apareció en televisión para decir que lo que habían hecho era su “obligación moral como judíos, como seres humanos”.
En 1987 Jonathan Jay Pollard se declaró culpable; lo condenaron a perpetua. Recién en 1998 el primer ministro Netanyahu aceptó oficialmente que era un agente israelí. Desde entonces su Gobierno pidió varias veces su liberación; algunas, como contrapartida de concesiones importantes para la paz en Medio Oriente; otras, a cambio de agentes rusos o americanos cautivos. En 2008 la alcaldía de Jerusalén le puso su nombre a una plazuela.
Ahora, cuando se sabe que Estados Unidos sigue espiando a sus aliados, su historia parece menos sorprendente
Pollard está a punto de cumplir 30 años en la cárcel; ahora, cuando se sabe que Estados Unidos sigue espiando a sus aliados, su historia parece menos sorprendente. Y estaba cayendo en el olvido hasta que, días atrás, su cara que ya no es su cara volvió a aparecer en cada medio israelí: las autoridades americanas anunciaron que lo liberarían el 20 de noviembre.
Las vidas de las personas sufren –siempre sufren– influencias de lo más extrañas. Pero cuando esas personas deciden situarse en el ojo de la tormenta, las influencias se vuelven más extrañas todavía. El pacto de Estados Unidos con Irán cabreó a Israel sobremanera; liberar a Pollard sería el regalo de reconciliación. Las partes, por supuesto, lo niegan. Se trata, al fin y al cabo, de una historia de engaños sobre engaños.
elpaissemanal@elpais.es
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