No hay libros de texto para los rohinyás en Bangladesh
Miles de niños de la minoría perseguida en Birmania tienen vetado ir al colegio Las alternativas son las redes informales de educación o las escuelas coránicas
Cuando era pequeño, Nobid y sus compañeros se ponían sábanas sobre la cabeza y bajo ellas estudiaban matemáticas o inglés. Lo hacían con sigilo, en grupos reducidos asistidos por voluntarios y en habitáculos que iban alternándose para no levantar sospechas y ser descubiertos. Nobid nació en Birmania (Myanmar) hace 29 años pero apenas conserva recuerdos de sus primeros años de vida en ese país. Como muchos otros miembros de la minoría musulmana rohinyá, su familia cruzó a Bangladesh cuando él era un crío, dejando todo atrás y huyendo de la persecución en un estado que les niega la ciudadanía. Más de dos décadas después, Nobid sigue siendo un refugiado. Es un joven vivaz que ayuda en tareas de maestro, domina la lengua de Shakespeare y, aunque su futuro es incierto, de alguna manera es un afortunado entre los suyos. A pesar de los obstáculos, acabó recibiendo una educación primaria básica que actualmente solo está al alcance de aproximadamente uno de cada 15 niños rohinyás en Bangladesh.
Es difícil saber exactamente cuántos rohinyás hay desperdigados en suelo bangladesí cerca de la frontera birmana. Se asientan sobre todo en precarios emplazamientos en el distrito costero suroriental de Cox's Bazar, irónicamente un destino de luna de miel para matrimonios bangladesíes, y también en los montañosos Chittangong Hill Tracts. La ONU los estima en más de 200.000 y el Gobierno de Bangladesh calcula que hay entre 300.000 y medio millón. Pero solo unos 32.000 tienen estatus de refugiado bajo supervisión del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). Ese estatus permite acceder a una red institucionalizada de ayuda humanitaria y escolarización para menores hasta los 12 años, proporcionada en una veintena de escuelas en dos campos de acogida (Nayapara y Kutupalong) con apoyos de organizaciones como Save the Children o Village Education Resource. El resto vive en una situación de alegalidad documental, con restricción total de movimientos, que entierra cualquier aspiración a un futuro mejor y convierte al grupo en extremadamente vulnerable. Una vulnerabilidad que empieza desde la niñez y los persigue durante toda su existencia.
Competencia en el mercado laboral
"La gente quiere estudiar pero el Gobierno de Bangladesh cree que si concede más derechos atraerá a más rohinyás", lamenta Osman Johar, del Consejo Europeo de los Rohinyás (ERC), organismo que vela por los derechos de esta comunidad en los lugares en que se radica. "Es un problema tremendo no tener acceso a educación, desde el principio se sume a la población en una absoluta ceguera. Su vida estará limitada para siempre", subraya. Desde 1992, después de la última gran repatriación de rohinyás a Birmania, Dacca ha cerrado el grifo a conceder estatus de refugiado, a pesar de que muchos rohinyás han seguido llegando desde entonces en distintas olas vinculadas a momentos de tensión política y conflicto en el país vecino. Y sin tarjeta de refugiado no hay entrada a las aulas. Para la directora del ACNUR en Bangladesh, Stina Ljungdell, la explicación de este agujero negro educativo puede estar en el temor a que un grupo tan numeroso suponga "competencia" en el mercado laboral a la población autóctona, que no nada precisamente en la abundancia.
Bangladesh urde un plan para los rohinyás
En virtud de una estrategia aprobada a finales de 2013, las autoridades bangladesíes planean realizar un censo de las decenas de miles de "nacionales indocumentados de Myanmar", aunque aún no está claro el objetivo. "Una repatriación no parece probable. De ningún modo será voluntaria", subraya la directora en Bangladesh del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), Stina Ljungdell. Ljungdell confía en que se conceda "algún tipo de documento legal, una tarjeta o un visado de turista por un año" que permita al colectivo acogerse a un programa de "asistencia temporal", aunque está prácticamente descartado. "Espero que el Gobierno contemple también ofrecer educación primaria", dice la directora del ACNUR. Pero matiza: "Actualmente, los rohinyás no registrados en Bangladesh están sometidos a la Ley de Extranjería, que los considera criminales por haber entrado ilegalmente en el país. Si [el Gobierno] les pide que se pongan en fila para dar su nombre sin ofrecer una contrapartida no estoy segura de quién va a estar dispuesto a correr el riesgo". En los últimos meses también se ha filtrado un supuesto plan de las autoridades para trasladar a los refugiados rohinyás desde Cox´s Bazar a la isla de Hatiya, un emplazamiento situado en el sur, lejos de la frontera birmana, y considerado por cooperantes muy vulnerable a fenómenos climatológicos adversos como ciclones.
Tras décadas de convivencia con bangladesíes, algunos rohinyás han conseguido integrarse en la sociedad a través de matrimonios mixtos y viven en aldeas y pueblos mezclados con los lugareños. Sin embargo, la gran mayoría carga todavía visiblemente con el estigma y tiene que ingeniárselas si quiere ofrecer un aliento de esperanza a sus hijos, muchos nacidos ya en Bangladesh. "Hay niños que van a escuelas bangladesíes ocultando su identidad real. Pueden ser admitidos mostrando carnés falsos, aunque siempre están con miedo, pues pueden ser arrestados en cualquier momento —explica Johar—. Conozco muchas organizaciones que estarían dispuestas a ofrecer educación a rohinyás, pero sin el permiso del Gobierno no es fácil".
Las madrazas, la principal alternativa
La población depende un poco de lo que esté disponible en su área. "En muchos lugares hay clases a cargo de gente que ofrece servicios a la comunidad. Los maestros suelen ser refugiados registrados que juntan a grupos de dos o tres alumnos en cabañas", dice Andrew Day, un canadiense que coordina asistencia para comunidades vulnerables en la zona, no solo refugiados. Las clases cuentan con fondos económicos que entregan particulares a título personal. Day recuerda una anécdota ocurrida tiempo atrás en Cox's Bazar, donde unos chavales vendieron joyas de su madre para ayudar a construir una escuela con cañas de bambú para gente necesitada.
Más allá de casos de solidaridad puntuales, las clases informales son muy variables, nada sistemáticas y acostumbran a costar dinero, que por poco que sea es algo que no muchas familias se pueden permitir. Por lo general, para las decenas de miles de niños y adolescentes rohinyás en alegalidad documental en Bangladesh la opción más realista es enrolarse en alguna de las muchas madrazas (escuelas coránicas) que se erigen como uno de los pocos sistemas de ayuda para el colectivo. Su gratuidad es un factor importante. "Muchos niños van a madrazas y eso es todo —explica Day—. Son instalaciones poco adecuadas, sin electricidad ni equipamientos. Allí pueden estudiar contenidos muy básicos: algo de bengalí, matemáticas... Pero aunque sea gratis, si el niño puede contribuir a ganar dinero para la familia, estará antes en el mercado o haciendo cualquier tipo de trabajo que no en una madraza".
Caldo de cultivo para el fanatismo
Si el empleo infantil es un motivo de preocupación, no menos es la cuestionable calidad de los contenidos educativos que se imparten de manera informal en las escuelas coránicas así como el sesgo ideológico. "Es posible que de entre todos los refugiados no registrados (sin estatus) haya entre 150.000 y 200.000 que sean menores. Estos no reciben ningún tipo de educación o cuentan con estancias en madrazas como única educación. Esta es una situación muy precaria para el Gobierno de Bangladesh, pues esta gente puede ser fácilmente manipulada por el fanatismo religioso", advierte Ljungdell, la directora del ACNUR.
No tener acceso a educación sume a la población en una absoluta ceguera. Su vida estará limitada para siempre Osman Johar, del Consejo Europeo de los Rohinyás
A los temores de Ljungdell sobre la influencia de las ideas extremistas se suman otros expertos, que ven en la vulnerabilidad de esa población y en los movimientos tectónicos que se están produciendo en el mundo musulmán dos factores peligrosos. "Es un grupo muy amplio de gente que vive en desafecto, situación apátrida y persecución", observa el analista del Instituto de Estudios de Paz y Seguridad de Bangladesh (BIPSS) Shafqat Munir. Según Munir, algunas organizaciones radicales han puesto recientemente el punto de mira en los rohinyás, sobre todo a raíz de la crisis migratoria que estalló el pasado mayo, cuando varios miles llegaron a costas de países del Sudeste Asiático en embarcaciones abandonadas por los traficantes después de que Tailandia y Malasia iniciaran operaciones contra las redes de trata de personas. "Hay que tener en cuenta que la zona (el distrito de Cox's Bazar) es un territorio oscuro para la ley —razona el experto—. Hay tráfico de armamento y es una ruta de narcotráfico y de trata de personas. Si una organización terrorista extranjera o local pone énfasis en la radicalización, podemos tener un problema aún mayor".
Osman Johar, del Consejo Europeo de Rohinyás, quita hierro al asunto: "Es cierto que hay mucho analfabetismo, aunque eso no significa que los rohinyás sean extremistas. Somos musulmanes pero no creemos en la violencia. Llevamos 40 años tocando a la puerta de la comunidad internacional para encontrar una solución. Yo mismo estudié en una madraza. Los musulmanes estamos obligados a aprender a rezar". Una opinión parecida tiene el activista Andrew Day, que tacha estas especulaciones de "propaganda".
Desmoralización
La realidad es que las opciones de los rohinyás son muy limitadas, incluso para el reducido grupo que puede recibir educación formal, algo que solo ha sido posible desde 2000 hasta los 10 años y que en 2013 se amplió hasta los 12 (grado siete es lo máximo actualmente, equivalente a primero de la ESO). "Cuando concluyes estos estudios se acaban las posibilidades. La gente se desmoraliza. Muchos se casan prematuramente o hacen planes de abandonar los campos de refugiados y marchar a Malasia y otros países a riesgo de morir en el mar", cuenta el refugiado Nobid.
"No solo se trata de ofrecer educación, sino de qué hacer después. Necesitas tener el derecho a trabajar, a una vida. Aprender un oficio ya sea de carpintero, de electricista... o conseguir algún tipo de certificado. Pero se supone que los refugiados no pueden trabajar", afirma Ljungdell. Y eso, en su opinión, da pie a "un montón de problemas mentales, apatía, frustración y desesperación". Además, en la región muy pocos países son signatarios de la Convención sobre el Estatuto de Refugiados —Malasia, Indonesia, Tailandia y la India carecen de legislación sobre asilo—, con lo que la posibilidad de encontrar un destino cercano es prácticamente nula. "Hay refugiados que hablan bien tres o cuatro idiomas. Quizás están meor formados que yo y, sin embargo, no tienen manera de salir del país", sentencia el canadiense Day.
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