Diminutos
Las llamadas lágrimas de San Lorenzo estallan en las alturas y revelan la vasta inmensidad del cosmos
Todos los años, y por estas fechas, un montón de cascotes derramados en la constelación de Perseo entran en contacto con la Tierra, y es entonces el mejor momento de buscar ese lugar despejado donde resulte más cómodo tumbarse y mirar a las alturas. Si es supersticioso, mejor, pues tendrá ocasión de ver una insólita cantidad de estrellas fugaces, y dicen que va bien formular un deseo, justo cuando se atisba cada uno de esos haces fulminantes que atraviesan el firmamento, porque ese deseo termina por cumplirse. Tantos son los golpes de luz contra la noche oscura que, en los lugares de tradición católica, llaman a este singular fenómeno las lágrimas de San Lorenzo: por aquel diácono que fue martirizado el 10 de agosto de 258 en Roma por orden del emperador Valeriano. Es bastante verosímil que llorara en abundancia, habida cuenta el método que eligieron para hacerle pagar sus inclinaciones cristianas: dorarlo en una parrilla.
Las llaman las Perseidas y, con tanta literatura que llevan alrededor, resulta descorazonador enterarse de que no son estrellas. Son simples despojos que deja el cometa Swift-Tuttle por esas zonas remotas cuando se acerca a la Tierra: meteoroides que luego entran a la atmósfera a tal velocidad que adquieren por el rozamiento una brutal temperatura. Se encienden, brillan, y de inmediato se apagan.
Los mortales acuden a verlas cuando aparecen, y lo han hecho en grandes números estas noches recientes en lugares muy diferentes del hemisferio norte. Pueden subirse al monte más próximo o buscar un lugar desierto y con buena visibilidad, se llevan bocadillos o golosinas, a veces unas guitarras, cogen algún jersey (aunque sea extravagante) por si refrescara, llevan también tumbonas, una botella de orujo, lo que venga bien. Se tumban, esperan, escrutan los horizontes como ávidos vigías y, cuando hay suerte, formulan sus deseos. Hay noticias de risas y charletas, y el disgusto de alguna ventosidad en pleno silencio nocturno.
Es verdad que el verano se asocia más con la playa y el bullicio. Pero las Perseidas ofrecen durante un rato ese raro regalo para el hombre ajetreado. Desconectar un instante y sentirse diminuto ante esos lejanísmos destellos.
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