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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Sobre hombres, leones y otros seres

Entre las personas que viven en ciudades, donde nos alimentamos de plantas y animales domésticos, matar a un león es un acto inútil y malvado

Imagen del león Cecil tomada en 2012.
Imagen del león Cecil tomada en 2012.AFP PHOTO / ZIMBABWE NATIONAL PARKS

La hoguera mundial desatada en las redes sociales y en las calles por la caza, cruel e ilegal, del león Cecil en Zimbawe continúa, no amaina, y acaba de ser reavivada por la aparición en Facebook de unas fotos colgadas por la estadounidense Sabrina Corgatelli, tras su safari armado en Sudáfrica. En ellas, se luce feliz con una jirafa, con un impala, con un búfalo. Todos muertos.

Como Walter James Palmer, el verdugo de Cecil, Corgatelli parece encontrar una fascinación suprema en mostrar sus hazañas, su supuesto dominio sobre lo salvaje. Sus sonrisas son como un sopapo a la sensibilidad por los animales, al sentido común. Pero, quizás, en el envés de esas miradas que indignan, hay bastante más que la mera crueldad atada a un gatillo o a una flecha.

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A los humanos se nos suele olvidar con una facilidad impresionante que somos animales, mamíferos, y que nuestro código genético no difiere mucho de una buena parte de los seres vivos, el león incluido. A través de la Historia, hemos tenido una relación más o menos cercana, o turbada, con el resto de las especies que habitan los distintos ecosistemas de la Tierra.

En su magnífico libro Cuerpo y Espíritu, el filósofo norteamericano Morris Berman dedica un capítulo entero a explorar ese complejísimo vínculo, apoyado en rastreos anteriores hechos por el ecólogo Paul Shepard y la antropóloga Mary Douglas, entre otros. Leer esas páginas en estos días resulta inspirador para entender por qué asistimos al escandaloso espectáculo de estos días.

Una de las ideas-fuerza de estos exploradores intelectuales es que algo, profundo y casi inasible, se rompe en la conciencia humana con la llegada del Neolítico, es decir con la irrupción de la agricultura en la sociedad humana. Desde entonces ya no andamos, al menos masivamente, cazando a otros seres o recolectando los frutos del generoso entorno natural.

Berman ve este momento como “una vía hacia el interior de nuestra historia somática oculta”, que configura una ruta para comprender la relación con nuestro propio cuerpo y las dimensiones de nuestra convivencia con otras especies. Para un hombre del Paleolítico, señala, cazar era una necesidad, un acto de supervivencia; para el hombre sedentario, agricultor, ya no es así.

Es detestable que haya gente que pide actuar con la misma crueldad contra los cazadores, que se olvida de los derechos humanos de estos

Ciertamente, sobreviven pueblos —en la Amazonía, el África y otros lugares—, donde la búsqueda de presas sigue siendo una actividad indispensable. Pero en el predominante mundo urbano actual —el de Palmer, Corgatelli y otros devotos de la caza deportiva—, el de las ciudades donde nos alimentamos de plantas y animales domésticos, matar a un león es un acto inútil y malvado.

Afianza impulsos e ideas de superioridad sobre otros seres, que han sido alimentadas por algunas religiones o por la cultura tecnológica. A la vez, nos distancia de nosotros mismos, de nuestra propia humanidad porque, finalmente, somos también animales indefensos, al igual que un gran felino rodeado por varias armas y echado de una zona de protección, como Cecil.

La enorme indignación que ha desatado este hecho —y que aparecerá, de seguro, cada vez que se repitan episodios similares— tal vez tenga que ver con esa enajenación tan erráticamente humana. Jesús Mosterín, un filósofo de origen vasco, sugiere en su libro titulado El triunfo de la compasión que esta actitud tan instalada puede llevarnos a una conducta muy perversa.

Cuando despreciamos a los animales, dice, somos como esos grupos que actúan “sin escrúpulo moral alguno respecto de los demás”. En otras palabras, como los mafiosos, como los racistas. Como los exclusivistas que creen que pueden dominar la Tierra. Probablemente es el momento en que olvidamos que no somos los únicos que experimentamos el sufrimiento y la tortura.

En el siglo XVII, Descartes consideró el cuerpo de otras especies como simples piezas de un reloj, pero la aparición de los zoológicos públicos, en el siglo XVIII (los privados los tuvieron desde siglos los aristócratas), marcó uno de los quiebres más dramáticos en nuestro vínculo con otras especies. A partir de allí, los leones y otros animales son más lejanos y temibles.

Nuestros animales domésticos, por supuesto, ya existían mucho antes, pero en otra lógica, metidos en nuestras ciudades, en nuestras casas. La figura de la mascota, sin embargo, se convirtió más recientemente en un sucedáneo; de allí a los animales de peluche (como los leones que le han dejado en la puerta de la clínica de Palmer) no hay mucho que andar.

Cuando despreciamos a los animales somos como los mafiosos o como los racistas. Olvidamos que no somos los únicos que experimentamos el sufrimiento

Tampoco es casual que los dibujos animados estén poblados de animales (no quiero imaginarme qué está sintiendo el Rey León en estos momentos). Para Berman, todas esas formas culturales son intentos, insuficientes claro, de cerrar el abismo que hemos creado con las otras especies. No podemos vivir sin ellas; las buscamos desesperadamente hasta en los cuentos de hadas.

¿Qué han hecho Palmer y Corgatelli ? Pues ensanchar esa brecha, expandir una costumbre antes exclusiva de los emperadores a otros estratos; ahora puede hacerlo un dentista, una contadora (como Corgatelli). Los hijos de Donald Trump, reyezuelos de este tiempo y también devotos de la caza por gusto, difunden a su vez la sensación de que al rico aún todo le está permitido.

Pasa, sin embargo, que los movimientos ambientalistas y animalistas se han convertido en un poder mundial, y han encontrado en las redes sociales un aliado de lucha. Es detestable que haya gente que pide actuar con la misma crueldad contra los cazadores, que se olvida de los derechos humanos de estos; pero acaso son los síntomas de estar atravesando un momento de transición.

Después de enajenar nuestra profunda familiaridad con otros animales, vamos arribando a un momento en el cual quizás somos más conscientes de cómo la hemos perturbado y de sus funestas consecuencias, para los ecosistemas y para la propia vida humana. Matar animales porque sí, porque nos place, es algo que nos deshace como seres presuntamente inteligentes.

Dado que nuestra conciencia moral anda agitada, es probable, como se ha visto, que haya quienes priorizan esta lucha en desmedro de la protección de nuestra propia especie. Sin embargo, es posible albergar en nuestro corazón atormentado tanto la compasión por los humanos segregados, hambrientos, como por los animales victimados sin miramiento alguno.

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