¿Es una salida el 27-S?
Identificar las autonómicas con un plebiscito agravaría el caos catalán
El presidente Mas ha convocado unas elecciones formalmente autonómicas pero cuyos resultados se pretende que sean valorados exclusivamente desde el prisma de la adhesión o no a la independencia de Cataluña. Como si fueran un plebiscito. Tal pretensión es abusiva, pues no ha habido un acuerdo previo entre los participantes para que sea eso lo único que se tenga en cuenta, con ignorancia de las prioridades que cada candidatura plantee en su programa. Las que no acepten por adelantado ese carácter plebiscitario no tienen por qué acatar las consecuencias políticas que sus promotores quieran atribuirles. En consecuencia, no tendría sentido boicotearlas para no contribuir a legitimarlas.
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La ausencia de acuerdo previo afecta también a los requisitos para validar los resultados: con qué participación y con qué mayoría. De lo primero no han dicho nada y sobre lo segundo hay división: Mas, tras un pertinaz silencio, habló ayer de que bastaría la mayoría de los diputados del Parlament, 68 sobre 135. Para Josep Rull, su número dos, es suficiente esa mayoría de escaños, aunque no la haya en votos, porque “hablamos de elecciones, no de referéndum”. Opinión reveladora que comparte Junqueras: se equipara elecciones plebiscitarias con referéndum, pero sin las garantías propias de este. Solo David Fernández (CUP) avanza una cifra: el 55% en votos y escaños.
Hasta hace poco se admitía que sería incoherente requerir una mayoría cualificada inferior a los dos tercios de los diputados que establece el Estatut para su reforma. Ahora se ha olvidado ese escrúpulo. Un dato significativo que recoge Stéphane Dion, inspirador de la doctrina canadiense sobre la autodeterminación, es que en los 13 países que desde 1945 y fuera del contexto colonial accedieron a la independencia por vía de referéndum, la mayoría media fue del 92%.
Sería absurdo plantear un límite similar en Cataluña, pero también lo es pretender que un cambio tan radical, que compromete a las generaciones futuras, pueda zanjarse por una escueta mayoría. Un argumento contra los referéndums es que la polarización en torno a dos únicas opciones, sí o no, desfigura la pluralidad de una sociedad moderna. El 27-S es un intento de sustituir esa alternativa por programas que contengan la posición sobre la independencia, lo que no corrige esa tara. Al revés, la agrava al forzar al electorado a pronunciarse sobre ese único punto, lo que equivale, como ha escrito estos días el profesor Rubio Llorente, a otorgar un “mandato en blanco para todo lo demás”, con lo que el “Govern resultante podría no gobernar o gobernar como le viniera en gana”.
El 27-S se elige una mayoría de Gobierno que tendrá que responder a demandas ciudadanas de las que se derivan prioridades más allá de la cuestión nacional. E incluso esta cuestión admite planteamientos más matizados que el sí o el no a la separación. Según un sondeo reciente del Centro de Estudios de Opinión, un instituto dependiente de la Generalitat, los catalanes partidarios de salidas intermedias (federalismo, autonomía reforzada, confederalismo) cuentan con un apoyo (57%) veinte puntos por encima de la opción resueltamente independentista.
Mas ha presentado el 27-S como última solución ante la negativa del Gobierno de España a sentarse a negociar. Pero ¿a negociar qué? Si de lo que había que hablar era de cómo facilitar el tránsito a la independencia, el diálogo era imposible. El reproche que cabe hacer a Rajoy es que no haya sido capaz de plantear salidas intermedias con encaje constitucional. Pero tampoco Mas las ha requerido. Primero por temor a sus socios, y luego por falta de valor para reconocer que se había metido en un callejón sin salida. Así hemos llegado al 27-S.
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