Fin de época: cierra el Comercial
Madrid pierde uno de sus legendarios cafés, que fue punto de referencia para distintas generaciones
El Café Comercial ha cerrado sus puertas. Así, de la noche a la mañana, se borra de un zarpazo un punto de referencia de Madrid y se pone fin a una caja de resonancias que permitía evocar otras épocas, otras gentes, otras historias. Ahí, en esa mesa o en aquel rincón, hubo una confesión de amor o se cerró un negocio o se propició un jugoso sablazo, en aquella esquina se pelearon viejos amigos que se habían jurado fidelidad eterna, hubo enormes escritores que tuvieron arrebatos de inspiración o se jugaron inacabables y tensas partidas de cartas; es posible, incluso, que entre sus paredes algunos consumieran tardes enteras en arreglar el mundo. No debieron conseguirlo, porque el mundo permanece tal cual: atrabiliario, injusto, caprichoso, lleno de pérfidos intereses. Indiferente a los mitos, sordo a cualquier consideración.
Se dice el mundo como se podría decir la vida o hablar del tiempo. La primera reacción cuando suceden estas cosas es preguntar por la ventanilla de reclamaciones y presentarse allí de inmediato para exigir, con la mayor indignación y con urgencia, que faltaría más, ¡cómo es posible!, usted qué se habrá pensado. Se mira a un lado y a otro: ¿dónde están la alcaldesa, la presidenta de la Comunidad, el ministro de Cultura? ¿Dónde están la policía y los bomberos y los asistentes sociales y los arquitectos y los aparejadores y los urbanistas y las mujeres y los hombres de honor? ¿Es que nadie puede parar esta tropelía?
Y es que no se debería poder acabar impunemente con tanto tiempo acumulado. El Comercial abrió sus puertas en 1887, y ha salido en novelas y en películas y por sus estancias pasaron personajes célebres, pero lo más importante de todo es que ha estado desde hace mucho tiempo ahí: cualquiera puede acordarse de un montón de citas que sucedieron entre sus paredes. Conversaciones, risas, cuchicheos, meros trámites. Por ahí ha pasado (y nos ha pasado) de todo.
Cuando se ve que no hay nadie que atienda nuestra queja en la ventanilla de reclamaciones y se observa con desolación que no hay bombero que haya acudido a apagar la furia del cabreo que nos consume, todavía quedan dos opciones. Una, la de la melancólica queja contra los muros de la patria mía (“si un tiempo fuertes, ya desmoronados”) y el lamento por este país tan poco sensible a lo que le resulta más propio y tan sacudido por afanes espurios. La otra, la de volver a poner sobre la mesa la necesidad de articular políticas concretas de salvaguarda de aquellos lugares de referencia que deberían contar con algún tipo de protección y no estar, por tanto, sujetos a las inclemencias del azar.
Quizá no pueda salvarse todo. Las ciudades se transforman. Se cierran algunos lugares, se abren otros. Caen edificios, otros se construyen. No estaría de más que en Madrid se tuvieran definidas las líneas rojas que no deberían cruzarse en ningún caso. Y la manera (y el presupuesto) para proteger lo que deba protegerse. Mientras eso no ocurra habrá una llave que, de un día para otro, cierre otras ventanas a la memoria íntima de esta ciudad.
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