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Tribuna
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Cuba: los signos prohibidos

La política cultural sigue apelando a los mismos mecanismos de hace años: cuando algo molesta, sencillamente se censura

En un gesto que parece prolongación involuntaria del absurdo que pretende evitar, el Ministerio de Cultura cubano acaba de censurar la obra de Eugène Ionesco El rey se muere, montada por el reconocido director Juan Carlos Cremata, donde se invitaba al público "a reflexionar" frente a la historia del soberano Berenjena, un dictador que ha ejercido su poder durante más de 200 años y, finalmente, se entera de que morirá en una hora. El espectáculo duró apenas las dos sesiones inaugurales en cartelera.

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El mensaje censor, publicado en el sitio oficial Cubarte, es una joya de la retórica elusiva. Atendiendo a “estrategias” —dice— se decide la suspensión “en pos de lograr estadios más propositivos entre las obsesiones poéticas de nuestros creadores y la política cultural de la nación”. La censura cubre así el espacio de la representación que quedaba sin decidir: elimina cualquier ambigüedad y confirma el poder del objeto de la sátira.

Algo parecido sucedió hace meses con el performance frustrado de Tania Bruguera en la Plaza de la Revolución: la verdadera “acción plástica” fueron todos los esfuerzos por censurarla. A pesar de lo que el antiguo ministro, ahora asesor, declare en sus giras europeas, la política cultural cubana sigue apelando a los mismos mecanismos de hace años: cuando algo molesta, sencillamente se prohíbe.

Durante décadas, la imagen de Fidel Castro fue el tabú central del arte cubano. Cualquier parodia estaba prohibida, cualquier alusión era censurada —y severamente castigada—. Hasta finales de los años 80, ningún artista cubano se atrevió a mostrar la imagen más explícita del poder y sus atributos fuera de la sacralización propagandística del arte oficial. Los símbolos del poder eran un espacio reservado para la apología y la propaganda. Cuando en 1968 la pintora Antonia Eiriz osó mostrar en un Salón Nacional de Pintura su cuadro Una tribuna para la paz democrática (visión expresionista de un podio vacío con micrófonos entre rostros descarnadamente grotescos) recibió la respuesta casi inmediata de José Antonio Portuondo, acusándola de realizar un arte "no acorde a los principios revolucionarios". Aquellas palabras de uno de los comisarios culturales de la época tuvieron un efecto devastador: alrededor de Eiriz se hizo un muro de silencio, y una de nuestras más grandes pintoras abandonó la enseñanza y dejó de pintar durante más de 20 años. Terminó por emigrar a Miami, donde falleció de un infarto en 1995.

A finales de los años 80 esa situación comenzó a cambiar. Varios artistas (Arturo Cuenca, Carlos Cárdenas, José A. Toirac, Tomas Esson, René Francisco, Ponjuán, Pedro Álvarez, Juan Pablo Ballester...) consiguieron vencer las resistencias institucionales para acceder a los signos prohibidos. Muchas veces sus obras se instalaban en un espacio de ambigüedad: los chistes de Cárdenas, por ejemplo, o esas irónicas Parábolas de Toirac donde Fidel Castro anuncia con desparpajo lo mismo la marca Canon que unos habanos. El extremo de esta lúdica ambigüedad ha sido bien explicado por Gerardo Mosquera, a propósito de Aisar Jalil Martínez, cuyo parecido físico con Fidel le permitió pintar unos “autorretratos” irreverentes cargados de doble sentido, a los que nadie, incluida la crítica, se atrevía a glosar para no ser acusado de lo evidente.

Hasta finales de los años 80, ningún artista se atrevió a mostrar la imagen más explícita del poder

Después llegó el exilio: una forma de liberar los discursos y los antiguos miedos. A la altura del 2007, cuando Glexis Novoa introduce a un doble de Fidel Castro en la expo Killing Time (Exit Art, Nueva York) y arma su performance “Honorary Guest” ya el espacio de ambigüedad es mínimo: lo que domina es la burla y el grotesco. Ubú todavía reinaba, pero el exorcismo se había consumado.

Si en los ochenta, el interlocutor era el Estado, a través de sus instituciones y mediadores, en la generación posterior —esa que Osvaldo Sánchez ha definido como “la generación jineta” y Mosquera como “la mala yerba” (por su capacidad para proliferar en condiciones adversas)— lo que importa es hablarle al mercado, más allá de cualquier frontera. La legitimidad está en otra parte: hay que integrarse de manera posmoderna, reciclando los temas de los 80, diluyendo el proyecto neovanguardista en un eclecticismo inane. De la ironía pasamos al cinismo.

Ahora que ese mercado ha vuelto a aliarse con el Estado, se empieza a reproducir un tipo de censura mucho peor y más poderosa que aquella que se intentó esquivar en los 80: por ejemplo, cuando el boletín digital Cuban Arts News, proyecto del inversionista, coleccionista y magnate Samuel L. Farber evita aludir al performance frustrado de Bruguera en la Plaza de la Revolución; o cuando la revista Art on Cuba, concebida para el turista norteamericano que visita la isla, sortea los temas más polémicos del discurso artístico, estamos ante una alianza entre los intereses comerciales y los criterios de idoneidad política que habían sido retados en los años 80.

A propósito del reciente affaire Bruguera, también llama la atención ver a artistas célebres, incluso a representantes de la otrora generación contestataria asumiendo como propia la lógica de la policía política (“Bueno, pero ella estaba advertida, ella sabía lo que le iba a pasar", primer paso antes de llegar al corolario que justifica no expresarse a favor de alguien censurado y vejado: “Ella se lo buscó”). Como si eso no definiera justamente una estética y una “filosofía del proceder”. Por supuesto que Tania sabía. Como también sabía Eiriz en 1968. Y como sabían los artistas de los 80. Tanto para el arte como para la vida importa defender el derecho del artista a cuestionar al poder político y retar a la censura.

Tampoco se entienden muy bien los elogios del establishment cultural a la “gran función cultural de la Bienal de La Habana”, que hoy forma parte de esa terrible confusión de Arte y Turismo, de la que tanto se burlaron los artistas de los 80.

El cadáver permite al artista rescatar un tiempo deshecho y, al mismo tiempo, burlarse de la muerte

Pocos artistas cubanos de la “generación jineta” van a solidarizarse con una colega acosada por la Seguridad del Estado porque eso no sólo implicaría represión y ostracismo ideológico, sino también restricciones de mercado: los coleccionistas, las visitas de los turistas a sus estudios, las facilidades concedidas por el Estado para sus proyectos artísticos e inmobiliarios, sus permisos de viaje y sus prebendas fiscales. Esta fusión de los instrumentos de poder comunistas y capitalistas es lo que domina el espacio supuestamente posideológico de la Cuba de posterior al 17 de diciembre de 2014.

Así, el podio de Tania en la Plaza de la Revolución quedó vacío, aunque por causas diferentes a las que mostraba aquella imagen de Eiriz a finales de los años 60. A su alrededor se ha hecho un silencio clamoroso, que dice mucho de nuestra maquinaria de control policial e institucional.

Muchos politólogos y críticos de arte suelen usar el término postcastrismo para describir esta última etapa del oportunismo cubano. Pero se trata de un postcastrismo sin parte de defunción. Tampoco artístico.

Dos cosas confluyen en este cadáver que se resiste a dejarse ver: la orfandad política del pueblo y el tabú de la muerte. Tal vez los cadáveres no sean cosa del pueblo. Pero sí pueden ser cosa de artistas. O, al menos, lo han sido durante siglos. Mientras más espirituales son los artistas, más necesitan los cadáveres. El cadáver permite al artista rescatar un tiempo deshecho y, al mismo tiempo, burlarse de la muerte. Dicho de otra manera: mientras más un artista se llena de muerte, más la trasciende.

Cuba necesita vencer su tabú y enfrentarse al cadáver de Fidel Castro —mientras se apresta a enterrar su legado político—. Asumir esa necesidad colectiva de visualizar un tiempo ido podría representar un estímulo revitalizador para el arte cubano. Pero ningún representante de las tres generaciones que hoy conviven en la isla se atreve a pintar el cadáver del Comandante en Jefe.

Ernesto Hernández Busto es ensayista. Desde 2004 edita Penúltimos Días, una de las webs de referencia sobre temas cubanos. Sus libros más recientes: La ruta natural (Vaso Roto, 2015) y Diario de Kioto (Cuadrivio).

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