Europa
El europeísmo de los españoles ha sido, desde el principio, un amor muy mal correspondido
El problema está en nosotros. Escribo en primera persona y pienso en los españoles, aunque quizás otros europeos meridionales podrían enriquecer este relato después de leer la crónica de la reciente intervención parlamentaria de Merkel, que ha presentado a sus compatriotas el pacto con Grecia como una muestra de solidaridad sin precedentes. No discuto que ella crea honestamente que es así, porque el problema siempre ha estado en nosotros, en nuestra ingenuidad, nuestra voluntad de confundir el deseo con la realidad, y no es nuevo. A lo largo de los siglos, el europeísmo de los españoles ha conocido altibajos de popularidad, pero siempre ha estado asociado a la defensa del progreso, del bienestar popular, de la felicidad pública. Se ha tratado, desde el principio, de un amor muy mal correspondido. Pienso en todas las grandes apuestas de amor por Europa que, desde la coronación de José I como rey de España en 1808, hasta la tragedia del puerto de Alicante en abril de 1939, pasando por los Cien Mil Hijos de San Luis entre otros casos, han desencadenado, directa o indirectamente, el triunfo de la reacción en España, es decir, la derrota de los europeístas españoles. Desde esta perspectiva, la fortaleza de este sentimiento en nuestro país podría llegar a ser, más que una virtud, una patología, un confuso ejercicio de masoquismo colectivo. Todos los pronósticos de los agoreros que alertaban hace 30 años de que la construcción de la Unión nos convertiría en un país de servicios, un parque temático del bronceado para turistas nórdicos, se han cumplido. Y sin embargo, nos sentimos obligados a seguir amando a Europa, y a esperar siempre lo mejor de cualquier cosa que venga del otro lado de los Pirineos. ¿Por qué?
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