La fiebre de las plataformas
Una gran mayoría de las compañías tecnológicas se ha convertido en parásitos de las relaciones sociales y económicas existentes. No producen nada propio sino que reordenan lo que otros han desarrollado
Casi no pasa un día sin que alguna empresa tecnológica proclame el deseo de reinventarse convirtiéndose en una plataforma informática. En marzo, cuando Corea del Sur prohibió Uber, la empresa prometió que permitiría a los taxistas locales utilizar su plataforma, además de sus servicios adjuntos. En mayo, Facebook recurrió a una argucia parecida: después de meterse en un lío con la seudohumanitaria iniciativa de proporcionar acceso gratis a la Red a través de un proyecto llamado Internet.org, también prometió transformarlo en plataforma. De este modo, los usuarios de Internet.org, en su mayoría del mundo en desarrollo, también podrían acceder gratis a aplicaciones, y no solo a las desarrolladas por Facebook.
Algunos destacados críticos han llegado incluso a hablar de un “capitalismo de plataforma”: una profunda transformación en la manera de producir, compartir y proporcionar bienes y servicios. En lugar del cansado modelo convencional, en el que diversas empresas compiten por atraer al consumidor, estamos asistiendo al surgimiento de uno nuevo, aparentemente más horizontal y participativo, en el que los consumidores se relacionan directamente entre sí. Con un móvil inteligente, los individuos pueden hacer cosas para las que antes necesitaban un abanico de instituciones.
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Esa es la transformación a la que estamos asistiendo en muchos sectores: antes las compañías de taxis llevaban a los pasajeros, pero Uber solo los pone en contacto con los conductores. Los hoteles ofrecían servicios basados en la hospitalidad; Airbnb se limita a poner en contacto a anfitriones y huéspedes. Y así sucesivamente: hasta Amazon pone en contacto a los libreros con los compradores de libros usados.
Es fácil detectar las diferencias con el antiguo modelo, previo a la plataforma. En primer lugar, esas empresas tienen una extraordinaria valoración, pero su contabilidad es sospechosamente liviana: Uber no necesita dar trabajo a conductores y Airbnb no tiene por qué poseer casas. En segundo lugar, en vez de respetar un código preciso y riguroso que describa los derechos de los consumidores y las obligaciones del proveedor de servicio —piedra angular del Estado regulador moderno—, los operadores de plataformas confían en el conocimientode los participantes en el mercado, esperando que este acabe castigando a los que se porten mal. Según la utopía del libre mercado propugnada por pensadores como Friedrich Hayek, santo patrón de la economía colaborativa, tu reputación también refleja lo que otros participantes en el mercado saben de ti. De este modo, si eres un cliente desagradable o un conductor maleducado, los demás no tardarán en descubrirlo, por lo que no habrá necesidad de leyes que controlen los comportamientos.
Ese mercado de la reputación perfectamente líquido y dinámico no se ve por ninguna parte. Su ausencia la pone de relieve una demanda presentada recientemente en EE UU. Resulta que los conductores de Uber discriminan con frecuencia a los discapacitados, ya que se niegan a colocar sus sillas de ruedas en el maletero del coche. Cabría pensar que las leyes contra la discriminación que se aplican al servicio de taxi también se aplicaran a Uber, pero la empresa afirma que no es un servicio de taxi, sino una empresa tecnológica, una plataforma. No existe un mecanismo de reacción fácil que ayude al discapacitado: para eso están las leyes de protección del consumidor.
Cuando Uber discrimina a los discapacitados dice que no es un taxi sino una empresa ‘online’
Mientras Uber se sirve de su condición de plataforma para protegerse de las demandas, Facebook la utiliza como ardid publicitario. Hace poco ha defendido que “Internet.org” es una “plataforma abierta”. Pero lo cierto es que de abierta no tiene nada: Facebook es el que decide qué aplicaciones acepta y qué requisitos tienen que cumplir (nada de vídeos, ni de transferencia de archivos, ni de fotografías de alta resolución).
En una cultura obsesionada con la innovación, como lo es sin duda la nuestra, tiene sentido que Facebook haga suya la retórica de la plataforma. Puede que los detractores de Internet.org tengan razón al señalar que dicho proyecto se aparta del ideal de neutralidad de la Red, pero, a la larga, a Facebook le gustaría que creyéramos que eso no importa: una plataforma, por lo menos en teoría, es un lugar en el que se producen innovaciones no planificadas e impredecibles, ¿qué más podemos pedir? En la batalla entre la justicia y la innovación, esta siempre gana.
En la transición hacia una economía del conocimiento, esos elementos periféricos dejan de ser tales para convertirse en un factor esencial del servicio que se ofrece. Cualquier servicio e incluso cualquier proveedor de contenidos corren el riesgo de convertirse en rehenes del operador de una plataforma, que, al reunir los elementos periféricos y racionalizarlos, pasa de repente de la periferia al centro.
Internet.org no es abierta. Facebook decide a quién acepta y los requisitos que han de cumplir
Buenas razones explican que en Silicon Valley se ubiquen tantas plataformas: los principales elementos periféricos de hoy en día son cosas como los datos, los algoritmos y la potencia del servidor. Por ello, muchos afamados editores se están poniendo de acuerdo para publicar ahí su información, en una nueva función llamada Instant Articles. La mayoría carece de la pericia y la infraestructura necesarias para ser tan ágil, hábil e impresionante como Facebook cuando se trata de ofrecer a quien corresponde y en el momento adecuado artículos que le interesan, y con más rapidez que cualquier otra plataforma.
Pocos sectores se verán libres de la fiebre de las plataformas. La verdad que no se dice es que gran parte de las actuales, controladas por grandes marcas, son monopolios que se aprovechan del efecto red que produce gestionar un servicio cuyo valor aumenta con el número de personas que lo utiliza. Esto explica que puedan reunir tanto poder: una muestra son las constantes luchas de Amazon con los editores, porque no hay otro Amazon al que recurrir.
Una buena forma de mantener a raya a las plataformas es impedirles que se apropien de los elementos periféricos adyacentes. Para empezar, estaría bien que pudiéramos trasladar nuestra reputación, así como nuestro historial de uso y el mapa de nuestras conexiones sociales, a otras plataformas. También necesitamos tratar otros elementos técnicos del nuevo paisaje de las plataformas (servicios de verificación de nuestra identidad, nuevos métodos de pago, sensores de geolocalización) como las infraestructuras que son, garantizando así que a ellos pueda acceder todo el mundo y con unas condiciones equiparables, no discriminatorias.
La mayoría de las plataformas no son más que parásitos de las relaciones sociales y económicas existentes. No producen nada propio: se limitan a reordenar lo que aquí y allá otros han desarrollado. Teniendo en cuenta los enormes beneficios que obtienen esas grandes empresas, en su mayoría no gravados fiscalmente, el mundo del “capitalismo de plataforma”, a pesar de su embriagadora retórica, no es tan diferente del anterior: lo único que ha cambiado es quien se va a embolsar el dinero.
Evgeny Morozov es profesor visitante en la Universidad de Stanford y profesor en la New America Foundation.
Traducción de Manuel Cuéllar.
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