Un revólver en el bolsillo
Hace mucho que no voy armado cada día –y por favor nada de risitas que esta es una afirmación estrictamente literal–. En concreto, desde que hice la mili y solía llevar encima, por disposición del Gobierno (militar, por supuesto), armas y municiones como para desencadenar una gran desgracia en un supermercado de Oklahoma o en un instituto de Illinois. Yo mismo me espantaba de mi unipersonal potencia de fuego, digna de una escuadra de marines durante la ofensiva del Tet, sobre todo, cuando nos soltaban inconscientemente de misión por Madrid (para escoltar convoyes) y me paseaba con metralleta, pistola y numerosos cargadores entre la gente que parecía ajena a mi capacidad mortífera. Las armas, ya se sabe, las carga el diablo; a un compañero, al que llamábamos cariñosamente El Gitano, se le disparo la Zeta (el subfusil Star Z-70) mientras jugaba con el seguro para entretener el aburrimiento y le pegó un balazo al capó de un taxi. Jamás he visto a un taxista madrileño tan callado.
Durante siglos, las armas han sido parte integrante de la indumentaria del hombre. Uno no se imagina a un príncipe del renacimiento sin espadín, un hidalgo español sin su espada ropera, un samurái sin katana y wakizachi. ¿Se pasearía un cabal ciudadano de Tombstone sin llevar ceñida a la cintura una canana con un Colt? En su atuendo eso contaría más que la corbata, digo yo, sobre todo si hacía una pausa en el bar y se topaba con Johnny Ringo…
Desde el punto de la vista de la Historia, muchas de sus páginas importantes no se habrían escrito sin que los hombres portaran armas integradas en su atuendo: César no hubiera muerto de no acudir todos sus asesinos a la curia del teatro de Pompeyo donde se reunía el senado con puñales bajo las togas. Lo que por cierto obliga a preguntarse dos cosas: ¿en qué lugar exacto llevaban los cuchillos?, y, ¿en vez de tantos arcos del triunfo no podían haber inventado los romanos arcos detectores?
Mi abuelo, que él sí era un gentleman y había corrido mucho mundo como diplomático, no salía nunca a la calle sin su bastón estoque, un práctico utensilio que además de garantizarte estabilidad –si hacías una pausa en el bar, etc.– proporcionaba mucha autoconfianza, pues cuando tirabas del mango salía de su vaina escondida en el interior un metro largo de fino y buen acero toledano. Elegante (usaba el chaqué hasta para ir a misa de doce) y letal, el abuelo tuvo varias aventuras nocturnas en Barcelona: una vez que aguardaba al sereno para que le abriera la puerta de casa le asaltaron varios “bandidos” –él los llamaba así– a los que mantuvo a raya desenvainando su arma y sosteniéndola en una perfecta postura de esgrimista hasta que llegaron unos guardias.
Obviamente yo no he heredado su elegancia –y su valor ya ni les digo– pero conservo su viejo revólver: un bonito Smith & Wesson del 22 con cachas de nácar. Ignoro qué falta le hacía a un diplomático un revólver, como no fuera a uno de Graham Greene. El de mi abuelo no se ha disparado al menos desde hace medio siglo y les tranquilizaré diciendo que dudo mucho de que sirva ya para algo. Normalmente, lo esgrimo en casa encerrándome en el baño y recitando aquel fragmento de Travis/De Niro en Taxi driver –“you talkin’ to me?”–, que quita mucho el estrés al volver del periódico. Pero alguna vez lo saco a pasear un ratito, con cuidado de no caer en un control de alcoholemia. Te da un empaque y en el bolsillo de la americana marca un bulto particular otorgando a la prenda un estilo muy años treinta. No voy a hacer aquí una apología de las pistolas a lo Harry el Sucio –nada más distante de mi pusilánime carácter y mi natural pacífico (como diría Mario Benedetti)–, pero, ¡demonios!, qué seguridad imprime al vestir de un hombre el ir por ahí bien armado.
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