Corajes
“Y así —dice T. S. Eliot— se acaba el mundo. No con un estallido, sino con un sollozo”

Saqué un cigarrillo recién bajada del avión, en la puerta del hotel, y él corrió a darme fuego. Me preguntó de dónde era. Cuando respondí me dijo: “¿Has leído a Borges?”. Yo sonreí con sorna: era tan obvio. El tiempo transcurrió rápido en ese país del que no vi nada porque, después de eso, solo pude verlo a él. Cuando regresé a casa, semanas más tarde, no desarmé mi maleta. Durante mucho tiempo contemplé ese amasijo de ropa como quien contempla los cimientos de algo imposible. No vivíamos en la misma ciudad ni en el mismo continente. Pero eran los años ochenta, éramos jóvenes, creíamos que nada tenía consecuencias. Empezamos a encontrarnos aquí y allá, hasta saber qué hacer. Una vez nos quedamos sin dinero y, de todos modos, fuimos a cenar al restaurante más caro de una ciudad elegante. Al terminar pidió la cuenta, la estudió y le dijo al mesero que trajera al chef, un gigante a quien, con su francés de joyería, le explicó lo que pasaba y le ofreció, en prenda de confianza, su pasaporte hasta que regresáramos a pagar. El chef dijo que no hacía falta, se sentó, hablamos durante horas y nos llevó hasta el hotel en camioneta. Viajamos allí, entre cajones de vino, riéndonos en cuatro idiomas, felices por las cinco vidas que no íbamos a vivir. Él era un dandi y un pirata, y ya para entonces casi millonario, pero le gustaba hacer esas cosas: cosas de estudiante. Quería una familia, nietos, paz, la casa grande. ¿Yo? Yo solo quería escribir. Y aún no había comenzado. Un día me llamó, propuso que nos encontráramos. Yo estaba en casa de mis padres. Tardé en responder. Me preguntó, muy suave: “¿Entonces ya no hacemos esas cosas?”, y yo respondí: “No”. “Y así —dice T. S. Eliot— se acaba el mundo. No con un estallido, sino con un sollozo”. Hay cobardías que requieren de coraje.
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