Oxford y el pesimismo
Hay momentos en la historia en que todo el mundo sabe qué hacer y nadie es capaz de hacerlo
Apenas llegado a Oxford, dispuesto a pasar mes y medio en la universidad soltándoles mis rollos a esta gente, compruebo que los británicos no se han repuesto aún de la sorpresa de los resultados de las elecciones generales del 7 de mayo; también sospecho que algunas de las cosas recién ocurridas aquí podrían ocurrir allí. No ocurrirá allí, me temo, que los perdedores de las elecciones dimitan de inmediato y en masa, como ha ocurrido en UK; en España sólo dimiten algunos, como el denostado Rubalcaba, pero no otros, como el alabado Mas, que sufrió una derrota inédita en unas autonómicas catalanas y ahí sigue, impasible el ademán. Es muy posible, en cambio, que allí como aquí las encuestas se equivoquen, según acostumbran (en las últimas autonómicas catalanas, sin ir más lejos, casi todas le daban mayoría absoluta a Mas, que acabó perdiendo 12 escaños; por esa época memorable, una encuesta publicada por El Periódico aseguraba memorablemente que un 10% de los votantes del PP también eran independentistas): aquí, en UK, las encuestas predecían el fin del bipartidismo, con un Parlamento muy plural que obligaría a complejas negociaciones para formar Gobierno; aquí, en UK, todo auguraba que un partido nuevo y rompedor (el UKIP de Farage), que en las europeas de 2014 fue el más votado (26,6%), podía resultar determinante. ¿A que todo esto les suena? Pues bien, aquí, en UK, el imprevisto resultado ha sido que una mejora parcial de la economía ha facilitado que los conservadores ganen por mayoría absoluta, que se asiente el bipartidismo y que Farage dimita y su UKIP se quede con un solo escaño. ¿Podría ocurrir lo mismo en nuestras próximas generales?
Los nuevos partidos no son fiables, pero los viejos tampoco. O quizá no es pesimismo
Podría. De hecho, contra lo que opinan casi todos los analistas políticos, no es improbable que ocurra. Sería una mala noticia. No porque el bipartidismo sea malo por sí mismo, sino porque eso haría mucho más difícil la reforma del sistema. Es un hecho: hay momentos en la historia en que nadie sabe qué hacer, pero hay otros en que todo el mundo lo sabe y nadie es capaz de hacerlo. España, vista desde la estudiosa irrealidad de Oxford, está en uno de estos últimos momentos. Todos sabemos que ahora mismo los problemas esenciales de nuestra democracia son dos. El primero, compartido con casi todas las democracias, es una crisis de representatividad; la democracia se basa en que todos los votos deben valer lo mismo, pero en España, como en otros países, no es así: aquí, en UK, el UKIP de Farage consiguió el 12% de los votos, pero sólo 1 escaño, mientras que el NSP escocés, con menos de un 5% de los votos, consiguió 56; las reglas españolas también son injustas: baste recordar que algunos partidos necesitan 400.000 votos para conseguir un escaño, mientras que otros sólo necesitan 65.000.
El segundo problema es más español y, si cabe, aún más letal: la transformación de la democracia en partitocracia, es decir, la colonización del Estado por los partidos, calamidad de la que derivan casi todas las demás, empezando por la oceánica corrupción. Es verdad que es imposible confiar en los nuevos partidos para reformar el sistema (y menos aún en Ciudadanos que en Podemos, según sabemos los catalanes); pero ¿cómo confiar en los viejos, que han podido y no han querido reformarlo? Algunos conjeturan que la amenaza de los nuevos partidos podría obligar a los viejos a hacer los cambios; es la hipótesis optimista. Pero ¿qué ocurrirá si allí ocurre como aquí, en UK, y volvemos a confiar en los viejos partidos y, más temprano que tarde, los nuevos se disuelven en la irrelevancia? ¿Es verosímil que, en tal caso, los viejos hagan los cambios, por más que los sepan obligatorios? ¿Cambiarán un sistema electoral que los beneficia, aunque perjudica a la democracia? ¿Descolonizarán por voluntad propia un territorio que nos pertenece a todos? ¿Y adónde mandarán a sus colonizadores? ¿A casa?
Oxford me puso pesimista: los nuevos partidos no son fiables, pero los viejos tampoco. O quizá no es pesimismo: quizá sólo desde la soledad primaveral del país que inventó la democracia moderna se percibe con tanta claridad que o exigimos a los partidos nuevos y viejos que hagan los cambios indispensables, les gusten o no, o nuestra democracia acabará de pudrirse. Y eso lo pagaremos todos.
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