Gabinete de curiosidades
El gentleman aventurero no sólo ha de cuidar exquisitamente su vestuario sino su entorno, extensión de sí mismo y de su aura romántica. Es en ese sentido que, tan importante como el fondo de armario –en el que no faltarán nunca salacot, puttees, atuendo marinero (con clase) y ropa de montar–, resulta el gabinete de curiosidades. Otros preferirán la colección de arte: yo siempre me inclino más por los objetos exóticos y los especímenes de naturalista, que además de ser tan evocadores resultan infinitamente menos onerosos, y si los pierdes, se estropean o te los roban (o te aburres de ellos), pues en el fondo no pasa nada. En la historia conocemos muchos casos de hombres acomodados y elegantes que han formado parte de grandes expediciones científicas, contribuyendo a ellas no sólo con apoyo financiero y su bagaje de conocimientos –adquiridos estos en plácidas tardes de ocio y lectura en la mansión del campo– sino con su saber hacer y, sobre todo, con su saber estar, incluso entre salvajes, en regiones infestadas de fieras o a temperaturas capaces de convertir a un gentleman en un gentleman helado, válgame Dios qué frío y qué contrariedad. Esos hombres ejemplares –para nosotros– recolectaban sin cesar las cosas que les llamaban la atención, ya fuera un coleóptero, un huevo de pingüino o una canoa. Los tiempos han cambiado sustancialmente desde que te podías colocar una canoa papúa en el salón de casa, así que vaya por delante que de poder elegir escogeremos siempre el coleóptero o el huevo. Lo que me recuerda, y perdonen el inciso, la extraña aventura que viví yo con un huevo de avestruz y que les voy a contar ahora mismo.
Me encontraba a la sazón en la lejana Botsuana –involucrado en asuntos que no vienen al caso, pero que eran honestos–, cuando me di de bruces con un huevo de avestruz, entre el pasto de una zona fronteriza con Zimbabue rica en leones. Me encariñé con él, pero un estricto guardabosques me lo hizo devolver a su sitio –teniendo que recorrer otra vez el sendero de los leones–, aunque al ver mis mohines de pena me proporcionó otro, convenientemente vacío. Aun así, sólo lo pude sacar del país con unos minuciosos documentos llenos de firmas y sellos oficiales que acreditaban que yo no era un traficante y me permitían “exportar” ese ovalado “ejemplar de vida salvaje”. Vamos, como si me llevara un leopardo. Tras hacer el ridículo en varias aduanas en las que me obligaron a exhibir los papeles de dicho huevo, el objeto pasó a engrosar mi colección hasta que mi asistenta lo hizo caer con el plumero y se rompió en mil pedazos. Peor hubiera sido el jarrón de Sèvres, no hay duda.
Me gustaría poder decir que mi gabinete de curiosidades se nutre de cosas tan aparentes como jaguares disecados, colmillos de elefante, dientes de narval o lepidópteros de postín. En realidad exhibo –aparte de los papeles del huevo– una vieja tarántula venezolana comedora de pájaros, regalo de mi madre, y muy deteriorada por sufrir una plaga de polilla; un hueso de ballena distraído de una exposición, el cadáver cuasi momificado (aún huele un tanto al poner las estufas en invierno) de un pico picapinos que se estrelló contra mi ventana, y la cornamenta de un gamo que encontré en el coto del Pardo en 1981 cuando hacía la mili en el cuartel general de la división acorazada Brunete y salía a correr por ahí para aliviar la presión golpista. Estos son los hits, claro, de la colección, la punta del iceberg. Tengo también uñas de tigre y de puma, púas de puercoespín, un cachito de momia –con maldición–, arena de lugares extravagantes del planeta… Cargado siempre con cosas de esas en los bolsillos de mi chaqueta de tweed jamás carezco de una elegancia diferente, entallada de sorpresas.
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