Ciudades y energía: ¿transformamos o nos resignamos?
Pensar bien la ciudad y transformar nuestros edificios para disponer de viviendas eficientes son vectores de prosperidad
Las ciudades emergen como actor en alza en la gran transformación de nuestro modelo de convivencia y prosperidad para el siglo XXI. Son dinámicas y únicas, son plurales y aglutinadoras de creatividad, innovación, problemas complejos e interdependientes, y capaces de ofrecer soluciones integrales en torno a un proyecto de futuro común.
El binomio ciudad y energía resulta especialmente atractivo y rompedor porque permite pensar y vertebrar soluciones coherentes desde las tres perspectivas de la sostenibilidad: ambientalmente sólidas, económicamente asumibles y socialmente incluyentes y satisfactorias. Urbanismo, vivienda, movilidad, patrones de consumo y residuos y servicios públicos han de pasar un examen que deje atrás el desarrollo del siglo XX, protagonizado por una borrachera de combustibles fósiles, y nos acerque a la prosperidad del siglo XXI donde las ciudades saludables e incluyentes ganan espacio.
No existe una solución estándar que pueda aplicarse a todas ellas. No es lo mismo construir que reconstruir, repensar una ciudad grande o pequeña, o abordar los retos de ciudades en entornos físicos muy diferentes. Cada ciudad es un ente con vida y pasado propios cuya transformación requiere un diálogo entre quienes imaginamos soluciones a los problemas y quienes las habitamos. Cabe aprender de experiencias propias y ajenas y se requiere en todo caso un impulso y un compromiso político con el futuro, a sabiendas de que aquellos que, temerosos, no aborden los problemas de movilidad y contaminación, el derroche energético y de residuos o un urbanismo hostil o desaforado serán, muy probablemente, quienes pagarán un mayor precio político.
Oímos hablar con frecuencia de la pobreza energética en nuestros hogares. Edificios mal aislados, costes de calefacción y electricidad crecientes y familias empobrecidas que se enfrentan cada día a una situación dramática que podría atajarse con soluciones edificatorias mejor pensadas, edificios eficientes, capaces de autoabastecer sus necesidades térmicas y eléctricas o, incluso, aportar energía al sistema.
No es tan frecuente, sin embargo, oir hablar de la pobreza energética asociada a la movilidad, del impacto regresivo de un urbanismo mal pensado en el que los usos de la ciudad se compartimentan, renunciado a la convivencia de proximidad.
Urbanismo, vivienda, movilidad, patrones de consumo y servicios públicos han de pasar un examen que deje atrás el desarrollo del siglo XX
¿Pueden los ciudadanos permitirse todo tipo de urbanismo? La respuesta claramente es no. Quienes adquieren una vivienda alejada del centro por ser más barata corren el riesgo de terminar pagando tres precios sumamente elevados: en función de la calidad de la edificación, una mayor o menor factura energética de la vivienda; en función de la distancia, un mayor o menor coste de tiempo diario asociado a desplazamientos básicos como ir a trabajar, al cole, al hospital o a la compra y, en función de la calidad y precio de los servicios públicos de transporte, una enorme factura con frecuencia asociada al uso de un vehículo propio como única alternativa real de movilidad. A ello hay que sumar el impacto en nuestra salud del ruido y de un aire contaminado por los coches que saturan las calles de nuestras ciudades.
Pensar bien la ciudad, transformar nuestros edificios para disponer de viviendas eficientes, autosuficientes con escala o nula necesidad de provisión energética adicional y asegurar un excelente servicio de transporte público se convierten, por tanto, en vectores de prosperidad social y ambiental con implicaciones económicas de primer orden, liberando recursos hasta ahora despilfarrados y movilizando empleo y la puesta al día de nuestras ciudades.
Por otro lado, conviene tener presente que cada uno de nosotros somos un ciudadano que quiere participar en las decisiones que nos afectan, asumir nuestra responsabilidad y obligaciones en los riesgos que estamos dispuestos a correr con respecto a nuestro futuro. La suma de todos nos convierte en un hervidero de imaginación y creatividad en el que la irrupción de tecnologías instrumentales que facilitan la conectividad harán cambiar la oferta y demanda en nuestras ciudades. De hecho, ya lo hacen: surgen propuestas muy variadas de movilidad compartida, cabe pensar en una mejor integración de soluciones energéticas para distintos tipos de consumo, el foco de atención deja de ser la propiedad para centrarse en la prestación, etc.
Cada ciudad es un ente con vida y pasado propios cuya transformación requiere un diálogo entre quienes imaginamos soluciones a los problemas y quienes las habitamos
Es decir, repensar energéticamente nuestras ciudades es un fantástico proyecto de construcción en común, una gran oportunidad para la creatividad y la innovación, para los ciudadanos, para un liderazgo político orientado a la prosperidad, para la inclusión social y la convivencia. Pero es también un reto que excede la escala local. Son las ciudades, las existentes y las que están por construir y crecer, las que marcarán el perfil de nuestra huella ambiental, nuestra equidad social y nuestros riesgos y conflictos en las próximas décadas.
No nos puede resultar indiferente cómo se resuelvan las tensiones y los retos de los entornos urbanos más dinámicos del mundo en desarrollo, ciudades emergentes necesitadas de apoyo y solidaridad. Son imaginativas también pero inmersas en un frenético y difícilmente controlable proceso de crecimiento en el que la elección de las soluciones más sostenibles redundará en beneficio de sus habitantes en primera instancia, pero del planeta y la huella ambiental conjunta inmediatamente después.
Teresa Ribera es patrona de la Fundación Alternativas. Ex-Secretaria de Estado Medioambiente. IDDRI (París).
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