La brecha del cambio
El 15-M impulsó a las nuevas fuerzas y modificó la forma de hacer política
Lo que empezó hace cuatro años como una manifestación de protesta contra el estado general de las cosas y terminó convirtiéndose en una larga acampada en la Puerta del Sol de Madrid, con iniciativas semejantes en otras ciudades españolas, ha acabado por modificar profundamente el panorama político español. Lo que querían los ciudadanos que salieron entonces a la calle era protestar por la falta de sintonía con políticos que vivían de espaldas a la realidad y por la ausencia de respuestas a los problemas de las generaciones más jóvenes y a la dureza de la crisis. Los llamados indignadosexhibieron su radical rechazo a la manera de gestionar la cosa pública, lo que cuajó en una fórmula que hizo fortuna: “No nos representan”. Cuatro años después, las elecciones de dentro de ocho días mostrarán hasta qué punto aquella desordenada expresión de un malestar colectivo ha contribuido a transformar la manera de hacer política en escenarios con muy pocas mayorías indiscutibles en los que hará falta dialogar, llegar a acuerdos, pactar.
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Las movilizaciones del 15-M consiguieron canalizar la frustración de una población abatida por los golpes de la crisis e irritada por unos partidos —vistos como grandes maquinarias de poder, interesados tan solo en conseguir recursos financieros para asegurar su viabilidad— incapaces de dar soluciones a los graves problemas de una sociedad globalizada. La Puerta del Sol proyectó al mundo la voluntad de unos ciudadanos que, como se vio en otros lugares, reclamaban más democracia y una transformación radical de la vieja política. No hubo consignas partidistas en el 15-M, por mucho que ocurriera en plena campaña electoral, porque lo que se exigía era otra manera de hacer las cosas.
Las calles se llenaron de las reivindicaciones más diversas que en parte querían imitar el viejo espíritu de las revueltas del 68; también se ejercitó allí la llamada democracia real, con largas asambleas en las que se daba forma a las protestas. La incógnita que planeaba sobre el 15-M era si sería viable llevar a las instituciones un desencanto y una ira que procedían de tan distintas fuentes, o si los indignados simplemente se desentenderían del Estado de Derecho para darle la espalda a cualquier batalla parlamentaria. Los buenos resultados en las elecciones europeas de Podemos, que se reclama heredero de aquel espíritu, despejaron en parte los interrogantes: no iban a renunciar a los canales tradicionales, aunque su objetivo último fuera cambiarlos para siempre.
Lo ocurrido ha sido un enérgico y saludable revulsivo para la política española, al que luego se sumó Ciudadanos, que no procede de aquellas movilizaciones pero que conecta con una de sus exigencias más urgentes, la de acabar con la corrupción que afecta, en mayor o menor grado, a las grandes formaciones que han tenido alguna cuota de poder desde la llegada de la democracia. El contagio llegó incluso a estos partidos, que abrieron procesos de cambio en los que aún se encuentran.
El talón de Aquiles de las formaciones emergentes reside, paradójicamente, en uno de los pulmones que les hace respirar y crecer: el entusiasmo por cambiarlo todo. Ese fervor procede de la parte más emocional del 15-M, y no siempre es buen consejero. La política exige traducir en propuestas viables las grandes proclamas que se exhiben en las plazas. Es lo que los nuevos partidos deben demostrar que son capaces de hacer. Lo demás, las promesas y la algarabía, es lo más fácil. Les toca no frustrar a todos los que han sabido seducir.
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