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Vivir con agua, vivir sin agua

Mabilioni y Njoro son dos aldeas vecinas de Tanzania con una diferencia que marca un abismo: el acceso al agua potable

Lola Hierro
Same (Tanzania) -
Un niño posa junto al punto de agua potable de su pueblo, Kihurio, en Tanzania.
Un niño posa junto al punto de agua potable de su pueblo, Kihurio, en Tanzania.Lola Hierro

Mabilioni es una aldea sin agua. Ni para beber, ni para lavarse, ni para cocinar. Si existiera una divinidad creadora de pueblos que los fuera dispersando por el planeta Tierra, cualquiera diría que Mabilioni se le cayó de la bolsa en un descuido para ir a parar a una inhóspita esquina de Same, uno de los distritos del noreste de Tanzania. Y ahí quedó, en medio de un olvidado secarral por donde ni carretera ni vehículo alguno pasa, y apenas acompañado por cuatro acacias sedientas y unas cuantas cabras y gallinas encerradas en un precario redil. Su población aún pertenece a ese 47% de tanzanos que no dispone de acceso seguro a este recurso —36% en el distrito— en un país donde la vida de por sí no es fácil: Tanzania está situada en el puesto 159 de 187 en el Índice de Desarrollo Humano.

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Zakati Zuhindi, Farida Rashili y Eliza Msange son vecinas de Mabilioni, que cuenta con 3.130 habitantes repartidos en 415 hogares. Son tres duras tanzanas que ejercen al tiempo de guardianas del hogar y la familia, de trabajadoras feroces y de representantes de su comunidad. Sobre ellas recae la responsabilidad de que los suyos no se mueran de sed, de que haya agua para cocinar o de que la ropa de todos esté limpia. El caudaloso río Pangani, a un kilómetro de esta aldea, es la solución más cercana a sus problemas de abastecimiento y se ha convertido en su grifo, ducha y lavadora. "Tardo una hora en ir y volver con un cubo de unos 20 litros", explica Eliza Msange, que realiza ese trayecto unas tres veces al día y reconoce que esa cantidad no le alcanza. No es para menos: según la Organización Mundial de la Salud (OMS), cada persona necesita entre 50 y 100 litros al día para cubrir las necesidades básicas y evitar amenazas para su salud. La familia de Eliza, de cuatro miembros, está muy lejos de esos 200 litros que, como mínimo, les corresponden al ser un derecho explícitamente reconocido por la ONU.

En unas condiciones parecidas, o incluso peores, vivió durante muchos años Neisujak Mesikana, mujer masai de la comunidad de Emuguri perteneciente al municipio de Njoro y con solo 350 vecinos. Neisujak no sabe su edad —75 años, calculan quienes la conocen—, y mucho menos recuerda cuántos nietos y bisnietos tiene. "Mi marido poseía cinco esposas, siete de mis nueve hijos se casaron con varias mujeres y dieron a luz a muchos niños. Algunos de estos ya son mayores, también se han emparejado varias veces y han tenido más hijos…". Para familias tan extensas como la de esta anciana masai, conseguir algo de beber para todos era un reto. “Antes subíamos a la montaña, con burros, a buscarla”, recuerda Neisujak. “Caminábamos unos 17 kilómetros cuesta arriba y otros tantos a la vuelta. Marchábamos al amanecer y ese día no podías dedicarlo a nada más”.

Así fueron los días de Neisujak, —"uno sí y uno no", puntualiza— durante incontables años hasta que la organización española Ongawa, en colaboración con el Gobierno del distrito, inició la primera fase de un programa hidrosanitario que llevó cuatro fuentes a su pueblo, tan perdido y tan inhóspito como el vecino Mabilioni. Esta iniciativa arrancó en 2005 para dotar de la infraestructura necesaria a las comunidades de Njoro, Vumari e Ishinde. La primera fase benefició a 5.657 personas y supuso tal éxito que tuvo continuación en el marco de un programa de mayor envergadura, el MAMA (agua y saneamiento, en suajili). El resultado en 2013 era patente: en Same, un distrito de casi 270.000 habitantes, se ha facilitado el acceso con garantías a 45.000 personas de 18 comunidades, cuya cobertura ha aumentado del 35% al 98%.

Los masai del poblado de Emuguri caminaban 17 kilómetros hasta el punto de agua más cercano

Gracias a estos puntos, la vida de las familias de Emuguri cambió radicalmente. Disponen de más agua para el ganado, motor de la economía masai. También queda más tiempo libre para dedicarse a otras labores productivas y las enfermedades de transmisión hídrica disminuyen. Los masai, nómadas por naturaleza, comienzan a sedentarizarse porque allí tienen este recurso asegurado. Solo los jóvenes marchan durante meses en busca de pastos fértiles para los animales mientras que las mujeres y los niños se quedan en las aldeas, algo que supone una ventaja para los segundos porque pueden acudir a la escuela todo el año. El precio a pagar a la Oficina de Agua de la Cuenca del Pangani, que es el río que surte a esta región, es de 100 chelines tanzanos por cubo —unos cinco céntimos de euro—. "Si está cerca no me importa. Antes también tenía un coste de tiempo y de desgaste físico", insiste Neisujak.

Agua sucia

Caudaloso y arrebatado, el Pangani se mueve con brío incluso en su curso más bajo, precisamente donde los habitantes de Mabilioni se surten de un agua que, después de haber bajado desde las montañas, ya se ve marrón y turbia. “Ni es potable ni actualmente tienen medios para hacer que lo sea, con el consiguiente riesgo para la salud que eso supone”, explica Alfonso Zapico, asesor técnico de Ongawa en Same. “Para beberla, la mayoría de los hogares filtra con telas. Sólo unos pocos tienen recursos para hervirla o utilizar pastillas potabilizadoras, que sólo se pueden conseguir en la ciudad”, abunda Zihirwani Wales, presidente de la junta de Gobierno de Mabilioni.

Transcurre la mañana muy tranquila a orillas del Pangani. Dos mujeres lavan con energía sus cubos de plástico. Primero frotan con barro para levantar la mugre. Luego dan otra pasada con jabón. En uno llevan la colada; el otro volverá lleno al hogar. El detergente que han usado contaminará esas aguas y perjudicará a los vecinos del siguiente pueblo por donde pase el río, de igual manera que a ellas pues ¿quién sabe cuántas personas se habrán aseado en los niveles más altos de su curso?

Una mujer de la aldea de Mabilioni posa con un cubo de agua sobre la cabeza.
Una mujer de la aldea de Mabilioni posa con un cubo de agua sobre la cabeza.Lola Hierro

Las consecuencias palpables de consumir agua sucia son las enfermedades de transmisión hídrica como diarreas, malaria, cólera o lombrices intestinales. Un tercio de las muertes de niños menores de cinco años está relacionado con la falta de higiene a causa de la escasez de este recurso. En Tanzania, hasta 9% de ellas se producen por diarreas. “Las infecciones de orina son las más habituales aquí”, precisa Zakati que, además, es la alcaldesa de Mabilioni. Para aliviar estas enfermedades hay que desplazarse hasta el dispensario médico del núcleo urbano más cercano, Hedaru, a nueve kilómetros. Este es otro obstáculo más que dificulta la vida de los habitantes de Mabilioni pues en el pueblo no se ve ni un carro y, mucho menos, un vehículo a motor. “Hay que llamar un taxi cuando, por ejemplo, una mujer embarazada sufre una complicación en el parto”, comenta la alcaldesa de nuevo. “Un taxi cuesta unos 35.000 chelines tanzanos (15 euros)”, puntualiza, una cantidad que supone el sueldo de un mes de un agricultor. ”Si no tienes dinero, te mueres”, sentencia Zakati.

Las enfermedades, no obstante, no son la única consecuencia de esta carencia. “Existen más peligros: hace tres meses un cocodrilo atacó a un niño que iba al río y lo mató”, asegura la alcaldesa.

En Njoro, Emuguri e Ishinde se ha apreciado que la incidencia de enfermedades de transmisión hídrica ha disminuido, según relata Ongawa en su informe final del proyecto Mama, y las localidades están creciendo económicamente porque desde que tienen pozos pueden dedicarse a otras actividades, como la agricultura. Tan solo en Njoro hay 16 fuentes y 86 acometidas más de propiedad privada. En Kihurio, a 40 kilómetros de Mabilioni, no se ve cola en la fuente de la plaza del pueblo. “Es buena señal, significa que no hay escasez, que todos tienen lo que necesitan”, aclara Bidyanguze Nyawenda, responsable de infraestructuras hidráulicas del equipo de Ongawa en Same.

La mayoría de los hogares filtra el agua con telas Zihirwani Wales, presidente de la junta de Gobierno de Mabilioni

Para que este orden sea posible, existen figuras como la de los técnicos de las entidades de gestión comunitaria de agua y saneamientos (COWSO). Ellos son los encargados de recaudar el dinero de la comunidad para pagar a la Oficina de Aguas del Pangani la cuota anual por el uso del caudal, que asciende a 140.000 chelines tanzanos (unos 63 euros). También velan porque el sistema funcione correctamente y para eso cuentan con personas como Shamba Nkondo, técnico de mantenimiento. Él se encarga de revisar a diario el enorme tanque con capacidad de 180 metros cúbicos que provee a más de 6.000 vecinos. Cada día abre las compuertas entre las seis de la mañana y las seis de la tarde. “Una vez en semana, recorro los ocho kilómetros de tubería soterradas para comprobar que no hay fugas ni averías”, explica.

Mabilioni, no obstante, no ha sido siempre una aldea olvidada. Es una aldea malograda. Hace unos años, una ONG realizó una inversión mastodóntica para construir pozos pero, una vez ejecutada la obra, se dieron cuenta de que la calidad del líquido elemento era pésimo, demasiado salino, y no apto para el consumo. “Mabilioni necesita agua, sí, pero al menos tiene un río cerca. Hay otros que no tienen absolutamente nada”, advierte Mussa Iddi Msangi, Ingeniero Responsable del Departamento de Agua en el Gobierno del Distrito de Same. “Hemos elegido 10 pueblos con peor acceso para que sean los siguientes en beneficiarse del Programa Nacional de Agua y Saneamiento, que depende del Banco Mundial. Mabilioni no está en esa primera criba, pero sí en la segunda”, añade.

Existen otros proyectos que planean mejorar el pueblo: uno de ellos es el que acaba de iniciar WWF y que durará hasta 2017. Consiste en llevar energía limpia, electricidad y agua a Mabilioni que, así, se convertiría en un vergel ecológico. Pero, la realidad, hoy, es que las mujeres siguen caminando durante varias horas al día y cargando con pesados cubos y que el nombre del pueblo está enterrado en algún montón de documentos del Ministerio de Agua del Gobierno, que no ha dado aún una solución a sus habitantes, los cuales no pueden sino envidiar la calidad de vida de otros vecinos más afortunados.

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Sobre la firma

Lola Hierro
Periodista de la sección de Internacional, está especializada en migraciones, derechos humanos y desarrollo. Trabaja en EL PAÍS desde 2013 y ha desempeñado la mayor parte de su trabajo en África subsahariana. Sus reportajes han recibido diversos galardones y es autora del libro ‘El tiempo detenido y otras historias de África’.

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