Yo, pecadora
Por mi culpa, por mi gran culpa y la de la sociedad de consumo, es bueno que haya chivos expiatorios
Confieso, padre, que he pecado. De pensamiento, palabra, obra y omisión. Todos los santos días del año. Por mi culpa, por mi gran culpa y la de la sociedad de consumo, es bueno que haya chivos expiatorios. Es mi deber y salvación confesar que ardo de ira al ver que, solo tras siete años de crisis cual plaga bíblica, y solo arreados por un argentino macanudo que los está poniendo firmes sin levantar una octava su voz de tango, los obispos piden perdón a los pobres por haber ignorado farisaicamente su hambre mientras pontifican sobre cómo, cuánto y cuándo disponer de sus orificios corporales.
Confieso, señor, que rabio de envidia ante el éxtasis del primer polvo enamorado, la insolencia de las niñas de 15 años, la belleza sin truco de un canto rodado. Que sudo soberbia al mirarme hasta en el último escaparate antes de cruzarme de acera para no enfrentar la mirada de la elegantísima anciana que pide limosna en el cajero de la Red de San Luis, Gran Vía, Madrid, España, Unión Europea. Confieso que me da vergüenza darle un euro, y que me da vergüenza no dárselo. Que caigo en la gula de comérmelo todo y maldecirme por habérmelo comido. Que me consume la lujuria por lo que pudo haber sido y no fue, porque, sí, señores de las teles: hay sueños imposibles.
Admito, hermanos en la fe de Los Últimos Días Analógicos, que acumulo pertrechos que otros precisan por la avaricia de verlos en el trastero. Y confieso, ya puesta, que me da una pereza mortal levantarme de la cama donde duermo con ayuda química para soportar la carga de tener que echar yo misma la gasolina al coche, mientras niñas negras de 15 años, hermosas como piedras negras, cuentan al mundo cómo las usan como vaginas de usar y matar en vida. Repisa, contrita y confesa, yo me absuelvo. Llevo un día pésimo y me voy a regalar una blusa azul petróleo y blanco huevo ecológico, que en esos tonos no la tengo.
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